Es el quiosquero el cancerbero de esta contemporánea
laguna Estigia que separa el mundo de la información del de la ignorancia. Quien
por una moneda abre paso al conocimiento de los aconteceres del propio
vecindario y de los de ese otro más allá que los periodistas dieron a conocer
antes que nadie.
Es el del quiosquero un noble desempeño que pasa de
natural desapercibido. Pero cuando entrega al cliente en busca de información
su salvoconducto en forma de periódico o revista, sirve para que quien cruza su
umbral abra los ojos, contenga la respiración, apriete los puños, eleve un suspiro
o lance un grito de júbilo.
No atraviesan su mejor momento. Contaba un viejo chiste,
cuando el mundo era más inocente, que la radio nunca podría sustituir al
periódico porque con aquella no se podía envolver el bocadillo. Y no lo hizo.
Tampoco la televisión. Pero en esta nueva era que para la civilización se abre,
ya no hay seguridad de que el tacto cálido, único y acogedor del papel pueda
mantenerse frente al frío empuje del cristal y el microchip. Malos tiempos para
la lírica.
Por esos caprichos de la mente y la memoria, en mi
primer recuerdo de un periódico me veo, niño en la Zamora rural, fijándome en
que Washington se escribe así y no de otra forma. Luego vienen los ritos
iniciáticos de las chuches y las colecciones de cromos. Las primeras revistas
juveniles o de aficiones. Los primeros girones de piel desnuda asomando en las
vitrinas durante la épica edad de los descubrimientos…
Hace tres lustros que Domingo viene siendo mi
quiosquero y el de aquellos zamoranos que vivimos en un determinado cuadrante
del callejero. Hoy su puerta se abrirá por última vez antes de cerrarse y dejar
un gran vacío allí donde siempre había una puerta abierta en la línea de
fachadas de mi calle. Se jubila. Ayer hablé con él unos segundos. Triste será,
no sólo para él, ese último giro de la llave en la cerradura. Ya no habrá
mostrador ni mesa camilla abierta al mundo. Mientras esto escribía, escuchaba
el “Piano Man” de Billy Joel.