domingo, 28 de julio de 2019

¡Ni tan mal!

“Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos” escribía Borges en “El informe de Brodie”. Aún el mundo no ha alcanzado ese estado de plenitud humana. Me temo que mucho menos España pero lo cierto es que vivimos unas semanas especialmente cercanas a ese ideal y qué quieren que les diga, como expresan ahora los más jóvenes con un atractivo giro lingüístico: “¡ni tan mal!”.

Veo por todos los lados a periodistas, analistas y comentaristas lamentándose de que no se haya cerrado la investidura con la  alizanza PSOE-Unidas Podemos. En redes sociales espontáneos opinadores, desde cualquiera de los puntos del espectro ideológico se quejan, llevan las manos a la cabeza y casi suplican  un acuerdo de gobierno -el que sea, dicen-. Desfilan unos y otros como las plañideras que en la antigüedad clásica se contrataban para dar mayor esplendor a los funerales, en un tiempo en el que la importancia del óbito se medía en la cantidad, volumen e intensidad de los gritos, lágrimas y lamentos.

Es tanto su impacto, la tontuna imperante y la dictadura de lo políticamente correcto, que hasta líderes y diputados de los partidos opositores a la conformación de ese nuevo frente popular que se postulaba, critican, en lugar de agradecer, la incapacidad de llegar a acuerdos de la izquierda y la extrema izquierda. Acuerdos esperados como agua de mayo por los independentistas del PNV y ERC (qué placer escuchar los gimoteos de Rufián pidiendo el pacto por favor) o de los terroristas de EH Bildu.

Dicen, unos y otros con semblante grave y voz compungida como en una tragedia que no hay gobierno. Como si el que haya (nuevo) gobierno pueda ser un fin en sí mismo y en caso contrario el peligro de las siete plagas fuera a caer sobre nosotros de manera inmediata y aterradora. Lo entiendo en la extrema izquierda nacional o rupturista. También entre la rancia derecha independentista vasca y catalana. No en el resto.

La opción aritméticamente más sencilla y lógica para España tras los resultados electorales sería el pacto PSOE-Ciudadanos, que sumaría mayoría absoluta por sí sola y permitiría un acuerdo programático moderno, moderado, europeista y coherente con los tiempos que vivimos, pero resulta que por mera táctica de unos y otros ese camino ni siquiera se ha intentado. Descartada esa opción, solo quedan la táctica frentista de un gobierno “Frankestein” en brillante término introducido por Rubalcaba o bien un gobierno de Sánchez con una raquítica minoría mayoritaria en el Congreso para ir jugando, como el trilero con la bolita, en cada ley y aprobación presupuestaria, engañando un poco a unos, un poco a otros.

La segunda opción es tramposa por inviable y frente a la primera, la vuelta a las urnas es mucho más tranquilizadora y menos dañina para el progreso económico y social y el mantenimiento de la convivencia en este siglo XXI en el que algunos se siguen resistiendo a entrar. ¿Que no hay pacto socialista-comunista-independentista? ¡Ni tan mal, oiga!

domingo, 21 de julio de 2019

A los comunistas no les gustan los militares...

…Salvo que respondan al ideal comunista, los controlen ellos y sirvan, como en todos los países donde el comunismo se ha puesto en práctica, para oprimir al pueblo, sembrar el terror, acabar con los derechos humanos, expropiar la dignidad individual y crear elites que viven haciéndolo todo en nombre del pueblo pero sin el pueblo, controlando al pueblo y contra la libertad de cada uno de los individuos que componen eso que ellos llaman “el pueblo”. 

Cuando el actual alcalde estaba en la oposición, una de las cosas que más le incomodaba y tensaba en el salón de plenos, era que alguno de los otros portavoces se refiriera a él como comunista. No encajaba bien que eso se oyera a través de la megafonía pese a que algunas veces llevaba sus papeles en carpetilla del PCE, si bien es cierto que plegada de forma que letras, hoz y martillo quedaban por dentro y no hacia el exterior. Personalmente entendía aquello como manifestación del conflicto interno, casi freudiano, que se da en quien se debate entre su ideal y lo posible.

Nunca, hasta hoy, llamé comunista a Francisco Guarido. En contra de lo que opinaban otros portavoces, de mi partido entonces y de los otros de la corporación, siempre pensé que esa dialéctica no es acertada, necesaria, ni conveniente pues se acerca demasiado al insulto. Del mismo modo que nunca he llamado fascista o nazi -el hermano gemelo totalitario del comunismo- a quien no se define a sí mismo y expresamente como tal. 

Esta semana, sin embargo, quizás por la influencia euforizante de la legítimamente obtenida mayoría absoluta, su principal lugarteniente política y compañera vital, Laura Rivera, en columna publicada el miércoles en este mismo periódico acusa a los defensores de la iniciativa privada en Zamora de parecer comunistas “como su alcalde”. Aclarado, el alcalde de Zamora es comunista. Vayamos sobre el contenido.

En dialéctica hegeliana, después marxista, estructura con la que escribe su artículo, su tesis -entiendo que al ser la más destacada teniente de alcalde es la del equipo de Gobierno y la del alcalde Guarido-, es que se está promoviendo una “ocupación forzosa de Montelarreina por entre mil quinientos y tres mil militares” (copio literal) que si todos los sectores empresariales de la provincia y Zamora 10 la apoyan y nadie protesta no es porque sea magnífico que unos miles de familias se asienten en nuestra tierra, sino que -como si fueran poco menos que apestados y no servidores públicos y garantes de nuestra democracia y libertad- exclama: “¡Tan desesperados estamos!”

Su antítesis, que sabe falaz, es que por qué no traen tres mil funcionarios públicos de otras ramas de la administración (¿los militares no lo son?) aunque no haya trabajo para ellos, entre otras cosas porque somos conservadores (a fuer de comunistas) y controlamos mejor gestionando la parálisis que potenciando el desarrollo.

La síntesis, al alcalde comunista no le gustan los militares, sin más, salvo que tal vez, como les gusta a los comunistas, respondan al ideal comunista… y ya saben, bucle…

domingo, 7 de julio de 2019

La línea del horizonte

¿Alguna vez has observado, desde un punto elevado, la línea del horizonte cuando ésta está formada en su totalidad por las luces nocturnas de una gran ciudad? Lo he hecho recientemente. Las luces titilaban a los lejos con ese ligero cimbreo que recuerda al fuego, al agua, al viento, a la vida.

Luces inertes señalando como banderas que allí, en torno a ellas, debajo de ellas, un inmenso pero insignificante hormiguero humano dormía en reposo o se desplazaba, sin que en la distancia se pueda apreciar el menor ruido, ningún movimiento físico, ninguna variación más allá del leve pero constante y caprichoso, irrelevante por tanto, baile de color resina del alumbrado público.

A esa distancia nada se proyecta de las inquietudes, los anhelos, los esfuerzos, las cuitas, ambiciones y pasiones de los humanos que allí habitan y por allí pululan. Tanta importancia como nos damos y resulta que a escasos miles de metros, millones de habitantes son solo una mera suposición para el observador curioso. Todos cabrían sin problema en la probeta del tiempo que nos traslada bajo las estrellas, de la muerte a la vida y de ésta otra vez a la muerte como elementales partes de una naturaleza a la que, por otro lado y como nos descubrió la filosofía, hacemos existir por el mero hecho de observarla e interpretarla.

Vinieron a mi mente título y música de una canción de Christina Rosenvinge: “La distancia adecuada”. Y pensé si es la línea del horizonte, siempre cercana y siempre inalcanzable, la que marca la distancia adecuada para tratar de entender que nunca podremos entender quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos.

No era el calor, la noche estaba agradablemente fresca y los árboles bajo el balcón movían sus hojas llenándose del aire soplado por la invisible boca. No era la noche, ni muy igual ni demasiado distinta de otras muchas. Era, sí, la línea que al fondo,  marcando y aniquilando la huella del hombre separaba la tierra del cielo, la que se exhibía, entre insultante y lasciva, aguda y penetrante, pacífica y antropófaga. La línea que, a la distancia adecuada, cambiante e invariable nos recuerda que todas las vicisitudes humanas caben en un grano de arroz, en el hilo de la máquina de coser, en la anchura del ojo de la bíblica aguja. Briznas de polvo cósmico llevadas al azar es lo único que con certeza sabemos que somos.

El universo en una cáscara de nuez, anunció Stephen Hawking, cuestión de cabida. Nuestro universo en el espacio comprendido entre la pantalla de nuestros ojos y la línea del horizonte. Antes de Colón, y tal vez de los vikingos y algún osado habitante de la miríada de islas entre el Índico y el Pacífico, el temor era a los monstruos que acechaban donde el mar terminaba abruptamente. Hoy el temor es a descubrir lo que ya sabemos, que traspasada la línea del horizonte nos saluda otra vez, a la distancia adecuada, otra línea del horizonte. Tal vez siempre la misma.