Conocí la plaza Tahrir en
El Cairo entrando en ella a bordo de un taxi que conducía “Jimmy number one”,
un divertido egipcio que no retiraba de su cabeza un sombrero panamá y hablaba
una cómica macedonia de lenguas con la misma rapidez con la que zigzagueaba a
golpes de volante, toques de freno y acelerador e impulsos sobre la bocina y
las luces por el caótico tráfico de la capital del país del Nilo.
Entramos aquella vez y luego otras en la plaza Tahrir, superando cualquier prudente velocidad tal y como lo juzgaríamos en Europa, saltándonos un semáforo en rojo previo a la enorme rotonda y a cuyos pies un policía sonreía a Jimmy desde que cincuenta metros antes éste empezara a indicarle con el brazo por fuera de la ventanilla de aquel Peugeot 504 negro que pensaba entrar en la plaza sin detenerse ante el absurdo disco de luz roja que la franqueaba. Esto fue tan sólo unas décimas de segundo antes de que una ola formada por cinco filas de coches, ya dentro de ella, llegaran hasta aquel punto.
Por aquellos días, también con Jimmy al volante, comprobé cómo se puede participar en una carrera de taxis en medio del tráfico denso de una noche víspera de festivo por una gran avenida de 6 carriles por sentido, mientras desde otros vehículos te saludan por las ventanillas, pero fue en aquella primera entrada a Tahrir, cuando en mi mente quedaron impresos los conceptos caos y maravilloso unidos a mi recuerdo de la ciudad de El Cairo.
Sólo el hombre, gracias a su alta concentración de neuronas en el reducido espacio craneal, cerca de cien mil millones, y las múltiples conexiones entre ellas es capaz de discernir cualidades tan sutiles como la belleza o la armonía en los otros y en las cosas y los espacios que nos rodean. Un paisaje, un bosque, un océano, un amanecer o un crepúsculo son distintos a los ojos de unos u otros e incluso son distintos a los mismos ojos en función del momento, el estado de ánimo o los sentimientos que nos acompañen.
Como todo concepto tiene su contrario, así también el caos puede ser maravilloso o terrible. Puede hacer subir la adrenalina o el vómito, sin más razón que el propio comportamiento humano. Egipto se rompe en medio del desorden, el enfrentamiento y la amenaza de guerra civil.
La tierra que acogiera la más sorprendente y grandiosa de las civilizaciones antiguas; el país en el que la muerte fue la circunstancia que nos permite muchos miles de años después disfrutar de maravillas como la pirámides de Giza o el Valle de los Reyes; la capital en la que un millón de vivos residen entre, sobre o dentro de los panteones de sus cementerios en simbiosis con los muertos, pueden convertirse -mismo escenario, distinta escena- en una nueva muestra de la cruel, truculenta, absurda, acción humana.
Entramos aquella vez y luego otras en la plaza Tahrir, superando cualquier prudente velocidad tal y como lo juzgaríamos en Europa, saltándonos un semáforo en rojo previo a la enorme rotonda y a cuyos pies un policía sonreía a Jimmy desde que cincuenta metros antes éste empezara a indicarle con el brazo por fuera de la ventanilla de aquel Peugeot 504 negro que pensaba entrar en la plaza sin detenerse ante el absurdo disco de luz roja que la franqueaba. Esto fue tan sólo unas décimas de segundo antes de que una ola formada por cinco filas de coches, ya dentro de ella, llegaran hasta aquel punto.
Por aquellos días, también con Jimmy al volante, comprobé cómo se puede participar en una carrera de taxis en medio del tráfico denso de una noche víspera de festivo por una gran avenida de 6 carriles por sentido, mientras desde otros vehículos te saludan por las ventanillas, pero fue en aquella primera entrada a Tahrir, cuando en mi mente quedaron impresos los conceptos caos y maravilloso unidos a mi recuerdo de la ciudad de El Cairo.
Sólo el hombre, gracias a su alta concentración de neuronas en el reducido espacio craneal, cerca de cien mil millones, y las múltiples conexiones entre ellas es capaz de discernir cualidades tan sutiles como la belleza o la armonía en los otros y en las cosas y los espacios que nos rodean. Un paisaje, un bosque, un océano, un amanecer o un crepúsculo son distintos a los ojos de unos u otros e incluso son distintos a los mismos ojos en función del momento, el estado de ánimo o los sentimientos que nos acompañen.
Como todo concepto tiene su contrario, así también el caos puede ser maravilloso o terrible. Puede hacer subir la adrenalina o el vómito, sin más razón que el propio comportamiento humano. Egipto se rompe en medio del desorden, el enfrentamiento y la amenaza de guerra civil.
La tierra que acogiera la más sorprendente y grandiosa de las civilizaciones antiguas; el país en el que la muerte fue la circunstancia que nos permite muchos miles de años después disfrutar de maravillas como la pirámides de Giza o el Valle de los Reyes; la capital en la que un millón de vivos residen entre, sobre o dentro de los panteones de sus cementerios en simbiosis con los muertos, pueden convertirse -mismo escenario, distinta escena- en una nueva muestra de la cruel, truculenta, absurda, acción humana.