domingo, 30 de diciembre de 2018

Sombra de la luz

No me sorprendo cuando leo que hace unos días un visitante de la Galería de los Uffizi, en Florencia, sufrió un infarto contemplando “El nacimiento de Venus”, de Botticelli y que no es la primera vez que ocurren episodios iguales o más livianos como desvanecimientos ante la misma pintura o ante otras obras maestras del Renacimiento. La era del hombre y de la luz, de la exaltación de la belleza de lo humano, de la disposición del universo al canon del hombre. En ningún lugar en el que haya estado antes ni después he sentido con tal magnitud la fuerza y el peso de la belleza de lo humano como en Florencia. 

Lo llaman síndrome de Stendhal. Así lo describe el escritor francés en su libro “Roma, Nápoles y Florencia”: “Me encontraba ya en una especie de éxtasis por la idea de encontrarme en Florencia… Absorbido en la contemplación de la belleza sublime, la veía de cerca, la tocaba por así decirlo. Había alcanzado ese nivel de emoción, donde se encuentran las sensaciones celestiales que dan las artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Cruz, me dio un vuelco el corazón, caminaba con el temor de caer”.

Después de haber contemplado el “David” de Miguel Ángel unos pocos cientos de metros hacia el norte, en “La Academia”. Tras pasar a continuación por calles, rincones e iglesias y por la catedral de Santa María del Fiore. No lejos por uno de los extremos de la casa natal de Dante Aligheri, autor de “La Divina Comedia” y solo separado de la galería de los Uffizi por la Loggia dei Lanzi y el Palazzo Vecchio. A la hora del comienzo del ocaso. Ubicado en el centro de la Plaza de la Signoria, fui girando varias veces 360 grados sobre mis pies mientras contemplaba la armonía del conjunto y de cada uno de los lados de la plaza y de todo lo que se extiende más allá por cada una de sus salidas. Mientras, pensaba en los genios que pisaron y pasaron por ese mismo y único punto del planeta que en ese instante ocupaban mis pies: Miguel Ángel, Leonardo, Rafael, Dante, Brunelleschi, Donatello, Maquiavelo, Galileo Galilei. Ejercicio místico inigualable de contemplación de la Belleza creada por el hombre.

Una fina llovizna empapaba mi pelo y mi rostro expuestos al cielo mientras mis tres acompañantes me miraban divertidas solo unos pasos más allá, protegidas por impermeables comprados a un euro en plena calle. El Renacimiento nos recordó que a la luz debemos la belleza. Yo, como entonces, sonrío al recordar la imagen que había quedado fija en la pantalla de los vigilantes de la catedral tras la entrada del hasta entonces último turno de visitantes. Sobre un vestido verde con ligero escote, el bello rostro de una mujer de ojos verdes y brillantes armonizaba con los ribetes de mármol verde de los blancos muros de Santa María del Fiore.

En aquella ocasión decidimos conscientemente no entrar en “los Uffizi” para no visitar con prisas un espacio que merecería por sí solo un nuevo viaje. Pendiente quedó. Feliz 2019, amigos.

domingo, 23 de diciembre de 2018

Sentir la lluvia

Recojo de la obra de mi buen amigo Miguel Rivas “La dieta del silencio”, a la que volverá este “espejo” en más ocasiones, una cita de Bob Dylan: “Algunos sienten la lluvia, otros simplemente se mojan”. Me gusta, la paladeo con la lentitud sensual con la que disfruto de un buen fragmento musical, una bella lectura, una copa de vino, una mirada sugerente o una atractiva sonrisa. Mientras tanto reflexiono que, efectiva y fundamentalmente somos iguales, lo que más nos diferencia se denomina actitud.

Me dejo llevar en reflexión de trágica actualidad con la mujer, con cada una de las mujeres. Hasta hace poco -quizás ya una eternidad- convivía con tres mujeres que llenaban el universo más importante de mi vida, la esencia misma, el núcleo atómico de mi existencia. Me quedan dos para llenar la parte más importante de mi vacío. No quiero que sean iguales a los hombres. Quiero que sean iguales a la mejor de las mujeres. Mejores que el mejor de los hombres. Pero sobre todo quiero que sean ellas mismas. Que sean personas. Que sean autónomas. Que sean libres. Que sean la mejor versión posible de eso que cada uno somos, un elemento biológicamente constituido que crece, se desarrolla y enriquece con lo que la antropología llama el elemento cultural. El aprendizaje, las vivencias, el hábitat social en el que nos movemos, el ejemplo que vemos, los ideales que seguimos, los desengaños que padecemos.

Sé, sin pretensiones de soberbia, que para ello no es necesario demonizar al hombre, a todos los hombres, a cada uno de los hombres. Y creo que hacerlo supone no solo la mayor de las estupideces que provienen de cualquier generalización sino un error que a quienes termina castigando, una vez más, es a las mujeres. Pese a todos los carteles y todas las inclusiones en redes sociales no es cierto que todos seamos la víctima, no todos somos Laura, ni Leticia, ni Marta, ni cada una de las cientos de mujeres víctimas de una violencia causada por aquellos a los que, si algo no se les puede llamar, es “hombres”, porque no lo son. Bestias, monstruos, criminales, cobardes… definen mucho mejor su naturaleza, su cruce de elemento biológico y cultural. Tampoco todos somos Bernardo Montoya ni ninguno de los otros asesinos, violadores o pederastas.

Reflexiono sobre mi vocación por sentir la lluvia, no simplemente por mojarme, en cada una de las fases de mi trayectoria vital y en cada uno de los aspectos del día a día, por mucho que mi cerebro le dicte -quizás en voz muy baja- a mi víscera cordial que no es esa la actitud más inteligente. Más fácil dejarse llevar. Más cómodo no pensar. Que otros piensen por ti y te lo den resuelto. Para qué escribir, para qué discrepar, para qué enfrentarte a lo establecido, a las inercias en que habitamos… Se termina el espacio de mi columna antes que el tiempo de mi reflexión. Feliz Navidad, amigos. Por ellas, por vosotros, por nuestra tierra y sus gentes, por sentir la lluvia. Reflexiono.

domingo, 16 de diciembre de 2018

Péndulos asíncronos

Demuestra la física que dos relojes de péndulo ubicados en la misma pared sincronizarán sus oscilaciones. Sin embargo si se ubican en paredes enfrentadas, cada péndulo empezará pronto a llevar su propio movimiento. Al parecer la causa está en la vibración que el movimiento genera sobre la pared y cómo ésta la devuelve e interfiere en la oscilación del propio péndulo.

La democracia consiste en que cualquiera pueda expresar sus opiniones, defender sus ideas y hacer sus propuestas, esté situado en cualquiera de las paredes del salón institucional en el que se desarrolla la convivencia cívica y pacífica. La política regula la convivencia social, como representación de cualquier otro tipo de modo de articulación  de las relaciones en otros ámbitos de convivencia, tales como el matrimonio, la familia o cualquier tipo de asociación cívica, cultural, deportiva, religiosa, etc.

En la vida de una nación hay etapas en las que los partidos, que son los relojes que marcan la hora de la política y las ideologías, se ubican cercanos unos de otros y, con independencia de que cada uno tenga una peculiar forma o cual sea la música de su sonería, sincronizan su movimiento y no hay grandes discrepancias entre ellos en los asuntos esenciales. De ahí nacen las Constituciones y las Leyes Orgánicas. De ahí también la concordia social que permite discrepar en formas, tiempos, métodos y orientación del gobierno pero compartiendo los elementos y principios esenciales.

Hay otros momentos, sin embargo, en que la convulsión, las crisis o el desgaste por el mero aburrimiento de la prosperidad, cuando no el mesianismo de algunos, llevan a forzar las diferencias por encima de los puntos de concordia. Surgen con inusitada fuerza los extremos. Unos para romper la dinámica estable, otros para reequilibrar y evitar una excesiva deriva. Entonces lo que eran unos cuantos relojes principales en una misma pared cuyos péndulos oscilaban de forma sincrónica pasa a ser un espectáculo de discursos asincrónicos, enfrentados desde paredes opuestas y alejados de los ángulos de conexión, diálogo y debate.

Soy de los que cree en el valor del disenso para el avance de la sociedad frente a la oposición del consenso artificial nacido de la imposición de la corrección política. Pero como decía Joaquín Prats en “El precio justo”: “¡Ojo, sin pasarse!”. España ha sido un país de movimientos pendulares a lo largo de su historia moderna y contemporánea. Y los españoles gente de sangre caliente y navajas de aceros afilados. 

Las ideologías están bien y son saludables siempre que no se conviertan en amenaza personal y directa a los que están enfrente. Se empieza con el famoso “tic-tac, tic-tac” y se termina augurando la guillotina y comprobando que toda acción tiene su reacción. Nos acercamos a un año electoral. El más ideologizado desde hace mucho tiempo. Cada cual quiere salvar a España…de los otros. Me pierdo, lo reconozco. Me preocupa Zamora que se nos va aceleradamente por el sumidero de la despoblación mientras todos miran cómo ondean sus colores… en Madrid.

domingo, 9 de diciembre de 2018

Cuarenta años de acuerdo

Decía Winston Churchill que la democracia es el menos malo de los sistemas de gobierno conocidos. Y que yo conozca tenía toda la razón y la sigue teniendo, más de cincuenta años después de su muerte. Como la tienen quienes defienden que cuarenta años después de su promulgación nuestra Constitución del 78 es, probablemente, la menos mala de las constituciones que podríamos tener a día de hoy.

Porque siendo como somos los españoles -todos los tipos colectivos de españoles, incluidos aquellos que presumen de no serlo o aspiran a ello-, un pueblo en el que, en verso de Machado, “de cada diez cabezas nueve embisten y una piensa”, que el marco fundamental que rige nuestra convivencia haya alcanzado la madurez, esos cuarenta  años que, en traslación a tiempo humano serían la edad de la plenitud, sin necesidad de grandes cambios, sin altercados demasiado graves y sin significativos “fueras de juego” supone un éxito incuestionable.

De acuerdo con que es discutida en diferentes aspectos y desde diferentes flancos -más por los representantes políticos de los ciudadanos que propiamente por éstos- lo cual solo significa que, como la sociedad, está viva. De acuerdo con que cada uno de nosotros hubiéramos dado otra redacción a muchos artículos o cambiado el espíritu y la letra de títulos enteros como el VIII, dedicado a la organización territorial del Estado, el último en cerrarse, quizás el único fallido por su calculada indeterminación para permitir la salida adelante del conjunto. En rugby, patada a seguir.

De acuerdo con que hoy se pueda hablar de su modificación sin que por ello nadie haya de rasgarse las vestiduras, para proceder a lo que los italianos, expertos como nadie en la convulsión política, llaman con su preciosa palabra “aggiornamento”, la puesta al día, la actualización de texto y perspectiva. La cuestión es que no basta hacer dos frentes como plantean algunas estúpidas encuestas entre quienes se postulan a favor de modificarla y quienes son contrarios a ello. En este caso no es el fuero sino el huevo. 

No es que se modifique, el propio texto vigente prevé esa posibilidad tanto para pequeños cambios -algunos ya se han hecho con motivo de la integración en la Unión Europea y el paulatino desarrollo de ésta- como para su completa renovación. Importa el cómo, es decir de acuerdo a la fórmula en ella misma se prevé, con el sistema de mayorías parlamentarias y, en su caso, con el sometimiento a refrendo por parte de los ciudadanos, bien directamente bien con la aprobación por el Parlamento, la disolución de las Cortes y la ratificación por el nuevo legislativo surgido de las urnas. Fórmula que garantiza que el esfuerzo de acercamiento de posturas razonablemente muy distantes en 1978 no se vea truncado por la simpleza del “postureo” político.

Y sobre todo importa el “para qué”, porque en ello es en lo que menos estamos de acuerdo. Y una constitución se trata sobre todo de eso, de un acuerdo básico pero profundo entre muy diferentes pensamientos. Como la democracia, claro.

domingo, 2 de diciembre de 2018

Guarido no recibe cartas

A veces de la anécdota se induce la categoría. Más que en las grandes declaraciones, en los acontecimientos más importantes o en las situaciones en las que están puestos los focos y la atención del común, la verdadera esencia suele aflorar en pequeños detalles en los que nos fijamos menos. Ocurre como en los perfumes, cuya esencia solo se percibe una vez evaporadas las notas aromáticas más llamativas e inmediatas y queda fundido en la piel ese rastro de fondo que es el corazón del perfume.

Esta semana hemos vivido un episodio meramente anecdótico pero de los que dicen mucho más en el fondo de lo que por la mera forma se sugiere. Una ciudadana, a quien no tengo el gusto de conocer pero con cuya libertad de opinión y expresión me solidarizo, actuando en nombre propio y sin ánimo de representación ni de erigirse en portavoz de un sentir generalizado envió una carta para su publicación en la sección que a tal efecto tiene establecida este periódico. 

Un pequeño escrito en el que se manifestaba sobre la forma en que el alcalde de la ciudad acudió vestido a un acto público dotado de una cierta solemnidad. Sin más., teniendo en cuenta que se refería no al ciudadano Francisco Guarido sino al alcalde de Zamora, por lo tanto también su alcalde, quien nos representa a ella, a todos los demás zamoranos y a la ciudad en sí.

Al respecto de si un alcalde debe ir vestido con o sin corbata o chaqueta a determinados actos, de si debe diferenciar entre unos tipos de actos y otros y de si debe discernir entre lo que es su vida privada y el ejercicio de su actividad institucional,  hay opiniones para todos los gustos y además éstas van cambiando con el tiempo y adaptándose a las circunstancias. Al fin y al cabo la del atuendo es simplemente una convención social y cada uno pone los límites donde le place, por convicción, conveniencia o dogmatismo. 

Lo que sin embargo no admite cuestión en un régimen democrático por aquellos cuya categoría no sea la totalitaria, es el derecho -incluso el higiénico deber- que asiste a cada ciudadano de valorar, criticar o cuestionar a quienes los representan institucionalmente. Eso sí va en el sueldo, querido alcalde. Y teniendo en cuenta que la relación alcalde-ciudadano es netamente privilegiada para el primero por medios, potestades y alcance, salvo desde la soberbia de la torre de marfil no se puede entender la respuesta desmedida, virulenta, sin proporción, directa, personalizada, divulgada públicamente (y lógicamente replicada de manera inmediata por algunos de sus acólitos) con la que el alcalde Guarido ha reaccionado a la carta de esa vecina. 


Bien está saber que Francisco Guarido no admite cartas que no sean de amor, pero esa opción es precisamente uno de los privilegios que un alcalde no tiene y aunque la oposición no se lo recuerde, tras más de veinte años en política ya debería haberlo aprendido.