domingo, 23 de agosto de 2020

Ni hosteleros ni jóvenes

Se ha forjado un sólido consenso internacional, médico, científico, mediático, que sitúa a España como el país avanzado con peor gestión pública de la crisis Covid19. Nos lo hemos ganado a pulso, cincuenta mil fallecidos en la primera oleada, que nos sitúan exageradamente por delante del resto de países en fallecidos por millón de habitantes. Sí también muy por delante de Reino Unido o de Estados Unidos pese a los esfuerzos de algunos medios de comunicación -y la pasividad de otros- por hacer que parezca lo contrario.

Tras ese fiasco y pese a lo anunciado, vivimos ahora el momento de la plena elusión de esas responsabilidades por parte del gobierno de Sánchez, Iglesias, e Illa y de Fernando Simón, paradigma de la incompetencia y la desfachatez. Por el contrario, se ha abierto la veda para el señalamiento de “responsables” entre distintos sectores de la población y de la actividad económica y social. Lo vimos con las primeras imágenes de ciudadanos saliendo a la calle tras el confinamiento y con el empeño en poner en la picota a los jóvenes, “los grandes contagiadores” se los ha llegado a llamar.

Ahora la guerra santa es contra los hosteleros y el ocio nocturno, el sector económico que más empleo y riqueza genera en verano. La noche del viernes al sábado estuve en la Plaza Mayor en la concentración de Azehos y la hostelería zamorana contra unas medidas injustas por arbitrarias y que más bien parecen dirigidas a cubrir las espaldas de los gobernantes nacionales, autonómicos y locales, que a poner freno a una pandemia para la que no se han tomado otras medidas comprometidas y no cumplidas, pese a demostrarse en otros países ser más eficaces que las ocurrencias de telediario y redes sociales que nos siguen manteniendo a la cabeza del mundo en mala gestión.

Ni jóvenes ni hosteleros son culpables de la errática actitud con respecto al uso de las mascarillas, desaconsejadas cuando en todo el mundo se recomendaban, obligatorias ahora no solo en lugares cerrados sino en plena calle cuando en ningún otro país europeo se exigen al aire libre, salvo en momentos puntuales de aglomeración. Tampoco de que, con insultante falsedad documentada públicamente, la comisión de expertos que tomaba las decisiones de confinamiento, desconfinamiento y fases, nunca existiera pese a que el propio presidente nos comunicó reiteradamente sus reuniones con ella.  De que en los aeropuertos no se hayan exigido y efectuado test a quienes nos visitan. Que no pocos de los casi quinientos inmigrantes ilegales que llegan cada día a nuestras costas, algunos contagiados, escapen sistemáticamente, de los centros de acogida. De que Simón no haya acertado un solo pronóstico y de que este fin de semana nos hayamos quedado sin Remdesivir. Ni de la mala coordinación entre gobiernos nacional y autonómicos. 

Los pájaros disparan a las escopetas. El peor gobierno de nuestra democracia para el peor momento social y económico. Sólo les queda un recurso, culpar a la sociedad por no estar ellos a la altura de sus responsabilidades, en activo y en vacaciones.

domingo, 16 de agosto de 2020

Ladrillos en el muro

El Berlín de la postguerra es uno de esos macabros ejemplos de la inestable balanza en la que se comparan la libertad y su ausencia. No digo la libertad y la opresión porque es connatural al avance en la civilización y el desarrollo de la humanidad concebir la libertad individual como el estatus primigenio sobre el que desplegar el único otro derecho absoluto, el derecho a permanecer vivos en tanto la naturaleza nos lo permita. 

La ausencia de libertad es ya opresión en sí misma. Si bien, el contrato social que suscribimos para renunciar a parte de nuestra autonomía personal y poder convivir -generalmente de forma pacífica- en comunidad, permita establecer grados aceptables de renuncia al libre albedrío. Renuncio al ejercicio pleno de mi libertad a cambio de que los demás hagan lo mismo y así todos podamos ser “moderadamente libres”, evitar los conflictos y, por lo tanto, sentirnos seguros en nuestra convivencia social.

Berlín, capital de la opresión instaurada por la aberración nacionalsocialista, una vez tomada por aliados y soviéticos fue dividida en cuatro partes a efectos administrativos y de control militar: Inglaterra, Francia, Estados Unidos y la Unión Soviética se repartían ciudad y país. Pronto los tres primeros, regímenes democráticos, unificaron sus sectores y dieron lugar a la reconstitución de Alemania como país libre con ciudadanos libres. Los soviéticos escudándose en el peligro de Alemania para la seguridad en Europa no quisieron más libertad que la de mantener su bota militar sobre su área de influencia. 

De 1945 a 1961 la Alemania occidental se consolidó como nación libre, democrática y próspera (el capitalismo suele traer estos logros). La Alemania del Este, oficialmente denominada “Democrática” -Orwell mejor que nadie nos explicó cómo el opresor da pátina a sus actuaciones y objetivos con palabras que significan lo contrario-, consolidó la ausencia de libertad, el estado totalitario y la ruina económica (el comunismo siempre, sin excepción, ha producido estos efectos).

Durante esos años (después más aún) la brecha se fue haciendo más grande. Los platillos de la balanza se desequilibraban cada vez más y, como ocurre con los enemigos del hombre y de la libertad, después de años de escalada en las limitaciones para el paso del Este al Oeste, siempre amparados en el subterfugio de la seguridad, al amanecer del 13 de agosto de 1961 los ciudadanos de Berlín se encontraron ante un muro. Los soviéticos y sus acólitos alemanes sostenían que “el muro fue levantado para proteger a su población de elementos fascistas que conspiraban para impedir la voluntad popular de construir un Estado socialista en la Alemania del Este”.

La libertad, como la vida, nos pertenece a cada uno individualmente. El contrato social nos lleva a ceder parte de nuestra autonomía para que sea gestionada de forma conjunta y democrática en beneficio de la convivencia pacífica, en igualdad y bajo normas justas. Pero la tentación de los poderosos por restarnos libertad a cambio de la seguridad (hoy llamada salud pública) siempre está activa. Es el muro tras el que ocultar la vocación de control social y la incompetencia en la gestión.


domingo, 9 de agosto de 2020

Mi mecánico y yo

En muchas ocasiones, cuando el rey Juan Carlos I se dirigía a los españoles en aquellos años difíciles, trascendentales e iniciáticos de la Transición, empezaba su alocución con la entradilla “la Reina y yo”. La misma expresión dio durante muchos años título a una sarcástica sección de la revista “El Jueves” en la que se hacía crítica corrosiva de la familia real española, porque una de las cosas buenas de la democracia es que la libertad de expresión garantiza el sometimiento de todos al escrutinio y el control.

Mi mecánico, que es Justo y justo, dice que a él no le ha robado nada el Rey Juan Carlos, cosa que no puede decir de otros. Me describe cómo durante su reinado y el de su hijo ha podido trabajar siempre, montar un negocio que no le ha permitido hacerse rico pero sí crear una familia, sacar adelante dos hijos de los que se siente orgulloso, disfrutar de ciertas comodidades y aficiones y no temer por su futuro en un entorno de paz, estabilidad y libertad de movimiento, pensamiento y opinión. 

Mi mecánico y yo pensamos que no solo es una falacia sino una imbecilidad eso que ahora se pinta de que la andadura que comenzó en 1975 y nos ha traído hasta aquí subidos en el vehículo constitucional de 1978, que abrumadoramente apoyaron y aprobaron los españoles era algo fácil, que iba de rodado y que hubiera dado lo mismo (o incluso hubiera sido mejor) si otros hubieran trazado la ruta para España, en vez de un monarca al que el mandato recibido no lo obligaba -ni siquiera inducía- a pasar del autoritarismo al parlamentarismo; de la plenitud de poderes a la cesión completa de los mismos en favor de la soberanía del pueblo español manifestada democráticamente.

En 2013 (29 de septiembre) escribí en estas mismas páginas mostrándome partidario de la abdicación del Rey, por su edad, estado de salud y errores personales, para dar a la institución y a España el impulso que ambas necesitaban. En 2014 (8 de junio) escribí felicitándome por que una vez más don Juan Carlos hubiera tenido la generosidad y la sensatez para renunciar al ego y dar ese paso. 

El rey Juan Carlos no está imputado por ninguna de sus actuaciones (no está siendo investigado, en la vigente terminología penal) y como mi mecánico y yo creemos en la ley y en su cumplimiento, vemos indigno que lo eche de la España que tanto le debe, el gobierno de un partido creado con dinero de las dictaduras venezolana e iraní, de otro que es el que más ha robado y malversado (este sí, con numerosas sentencias) y otros cuyo fin declarado es la destrucción de nuestra nación. 

Esto es lo indignante, lo sonrojante y casi tierno es que lo acusen de golfo y mujeriego, los que justifican que el vicepresidente del gobierno promueva la inseminación (el término es de Iglesias, no mío) como criterio de ascenso en partido y gobierno. Mi mecánico por primera vez tiene miedo a cómo atisba el futuro y yo sigo pensando que no cambio nuestra monarquía de paz por su república de odio.