En pleno siglo XXI y en
occidente, no creo que ya nadie pueda proclamarse monárquico por principios o
convicción. Los regímenes dinásticos, las sucesiones hereditarias aunque ya no
sean de corte absolutista sino parlamentario son rescoldos de la historia, instituciones
anacrónicas que difícilmente pueden encajar en el contexto contemporáneo si las
analizamos mínimamente.
Sin embargo, no quiere
ello decir que lo mejor que pueda ocurrir es que la monarquía deba ser
eliminada para dejar paso a un régimen republicano, por mucho que resulte
paradójico defender una cosa y la contraria, aparentemente. El mantenimiento de
la monarquía no se puede justificar a estas alturas por razones vinculadas al
pasado, sino porque sea la mejor y más práctica vía para ordenar el presente y
avanzar hacia el futuro.
El debate de la abdicación
o no abdicación del Rey Juan Carlos se generaliza a raíz de su enésima operación
y su innegable deterioro no sólo físico, aunque como suele ocurrir en España
con frecuencia, algunos debates llegan demasiado tarde y cuando ya no es
posible saber si es mejor el remedio o la enfermedad.
Con España en la situación
en que se encuentra, donde lo económico empieza a ser lo menos importante sin
haber dejado de ser dantesco. Donde el desmantelamiento de la estructura
industrial, la voracidad recaudatoria para mantener una administración pública
sobredimensionada a mayor gloria y comodidad del poder político y la falta de estímulo
al emprendimiento compiten en gravedad con el desmoronamiento de la estructura
territorial, el reto y el permanente insulto independentista y la reducción a
mínimos de la percepción de la decencia en el comportamiento partidista, quizás
ya sea demasiado tarde para que un Príncipe –del que ya hace años se decía que
era el más preparado de la historia- suceda a un Rey frente al que se abrió la
veda casi con tanta virulencia como blindaje y protección informativos tuvo antes.
Pienso que la sucesión
lleva al menos un quinquenio de retraso y que los cambios han de hacerse cuando
las cosas van bien. Si no, ocurre lo de ahora. Si el monarca sigue nadie ve en
él ni la fuerza ni la representatividad que su prestigio, bien ganado al
liderar el tránsito –desde dentro- de la dictadura a la democracia, le daba hasta
hace no demasiado tiempo. Si no sigue y cede ahora el testigo, dicen algunos
que la patata caliente que deja en manos del Príncipe puede abrasarle las manos
apenas sea investido.
No es fácil la solución
del dilema en el país de la muerte del toro o el torero, de Caín o Abel, del
azul o el rojo. A día de hoy es claro que la monarquía es necesaria para España.
A partir de ahí, mejor un Rey con fuerza y mirada puesta en el futuro. El Juan
Carlos del 75 tenía treinta y siete años. El Felipe de 2013, ya cuarenta y
cinco. Para otra vez, mejor anticipar los problemas que esperar a que nos
arrastren.