lunes, 20 de mayo de 2013

Un lugar, un instante

Entre interrogantes firmaba sus publicaciones Agustín García Calvo. Ninguna
forma más inteligente se me ocurre de definir la propia existencia, nuestro
lugar en el mundo y hasta la misma existencia de éste. "Cogito ergo sum",
promulgó Descartes, lo que traducido viene a dar: pienso, entonces existo.

La capacidad para razonar es el elemento más consustancial a la condición
humana y razonar es sobre todo dudar. Ponerle interrogantes a cada paso, la
forma más consciente de caminar por la vida. Somos casualidad, un elemento
más del azar con en el que se configura el caos que define el Universo.
Somos fruto de una concatenación de conexiones genéticas que vienen
enlazándose desde hace milenios. Nacemos como nacemos y donde nacemos
gracias a circunstancias cuyo control escapa de toda posibilidad de control
humano. Coincidimos con otras gentes, diferentes e iguales a nosotros, en
cualquier lugar del mundo, en una concreta latitud y longitud, un mismo día,
un segundo único, sin que nada estuviera programado.

La mayoría de las veces ni siquiera percibimos o damos valor alguno a esa
coincidencia, perfectamente intercambiable por cualquier otra. Las bolas
lanzadas al azar sobre el tapete de una mesa de billar varían sus
trayectorias chocando contra los límites del terreno de juego y
entrechocando unas con otras sin que ello responda a un patrón establecido y
no son sus colisiones menos reales que las de la carambola programada,
medida y mil veces ensayada.

Las cosas ocurren si han de ocurrir, escuché recientemente en tierra
caliente, bajo el arco que clasifica como norte y sur los dos hemisferios de
la circunferencia terrestre, en discurso de inteligente, reflexivo y
sosegado providencialismo. El venezolano Uslar Pietri introdujo en la
literatura los conceptos del "realismo mágico" a los que Rulfo, Cortázar,
Laura Esquivel o el colombiano García Márquez generalizaron como
característicos del llamado boom de la literatura iberoamericana. Realismo
mágico que adorna, impregna y conduce su obra literaria.

Lo cotidiano se rompe con la intrusión de experiencias fantásticas, súbitas
e inesperadas que, sin embargo, transcurren con asombrosa normalidad
-literatura o la vida misma-; elementos mágicos que no pueden explicarse,
por los que a veces, incluso, ni nos preguntamos. Si ver es percibir la
realidad, no lo es menos sentir, intuir sensaciones que trascienden los
sentidos.

La literatura, memoria de los hombres, desvela cómo en los espacios más
duros, crudos e insospechados la magia se hace presente. Lo imprevisible
surge, lo inesperado ocurre. Todo está escrito o todo es casual, la gran
dicotomía. Las cosas pasan porque sí o porque tienen que pasar. Los astros
se alinean en constelaciones y galaxias. Conjunciones. Las gentes en
pueblos, naciones y continentes. Todo es fijo y todo móvil. Imposible
adivinar el lugar de cada uno en el mundo. O anticipar qué es lo eterno y
qué lo que apenas durará un instante. Fantástico saber qué comprimidos
aliviarán el dolor de garganta o quitarán la tos. Mágica realidad.

domingo, 12 de mayo de 2013

Landa, cuando el cine era el cine

No soy de los nostálgicos, de los que miran atrás pensando en lo que se
perdió y no adelante avanzando hacia lo que queda por ganar. No soy de los
que creen que cualquier tiempo pasado fuera mejor que cualquiera de los que
faltan por llegar. Arrepentirse del pasado es, generalmente, un ejercicio
vacuo de contenido y sentido práctico. Una simple demostración de vanidad,
pero no menos absurda que pensar que irremediablemente el futuro será peor.
En aquel tiempo la vida era más bella y el sol más brillante que hoy día,
escribió Jacques Prevért en su mítica canción "les feuilles mortes", "En ce
temps-là la vie était plus belle, et le soleil plus brûlant qu'aujourd'hui".

Siempre con matices, al menos hasta que el tiempo y los renglones que sobre
sus hojas vamos grabando, consigan hacer algo mejor de lo que otros hicieron
antes.

Nos deja Alfredo Landa. Landa, a secas, es más que suficiente para su
inequívoca identificación. Quien con su interpretación dio nombre a un
género, piel y carne a mitos y tópicos, brillo a la tela en la que sucesivas
generaciones de españoles tenían la única ventana por la que respirar aire
fresco y huir, siquiera durante hora y pico, de las escaseces no sólo
económicas. Landa es la risa, pero sobre todo la sonrisa. Sus personajes más
característicos, aquellos en los que no lo conocimos personalmente, vemos
reflejada su alma, son cálidos e ingenuos, son tiernos y cándidamente
atolondrados, como lo era aquella España real en la que desenvolvió sus
papeles más conocidos.

Por una vez, hay una época en la que el cine es más fiel reflejo del alma de
una sociedad que la literatura, la época de Landa. A medida que las hojas de
los árboles y con ellas las del calendario vayan alfombrando nuestros pasos,
más conscientes iremos siendo de que España y los españoles estamos más en
esa sonrisa ingenua, infantil y casi azorada de los personajes de Landa que
en la dura y seca representación que nuestra literatura, autodenominada
"realista" ha creado como espejo uniforme de la España de la
post-postguerra, de los años del desarrollo y el desarrollismo e, incluso,
de esa visión retrospectiva y siempre desde el mismo escorado ángulo con la
que en los últimos lustros, una y otra vez, se vuelve sobre los años de la
guerra.

No es de extrañar, pues, que Landa haya sido diana propicia para los dardos
de quienes creen que negando el pasado colectivo de un pueblo pueden cambiar
a ese pueblo y, sobre todo, ese pasado. Lo cierto es que Landa llenaba los
cines y aún hoy sigue manteniendo la atención del espectador que ve sus
películas en la pequeña pantalla. Pocos como Landa han sabido transmitir a
su mirada, a su gesticulación, a su palabra, el latido de un corazón que no
era el suyo, sino el de la España de a pie.

domingo, 5 de mayo de 2013

Encuestas de ida y vuelta


Los mismos políticos que, en este régimen de partidos con elites de poderes absolutos, utilizan las encuestas de opinión pública como argumento para dejar de aplicar sus programas, sus promesas, sus y sus principios, son los que se apresuran a mucha mayor velocidad que para cualquier otra cosa, a restar importancia a cualquier sondeo cuando éstos dicen aquello que no quieren escuchar.

La última hornada de datos salida del Centro de Investigaciones Sociológicas es absolutamente demoledora para el status quo institucional español. La más destructiva desde que existen este organismo y sus encuestas. Ni una sola de nuestras instituciones fundamentales, de aquellas sobre las que se asienta nuestra democracia consigue ni siquiera acercarse al aprobado en la valoración ciudadana.

El resultado no es para que nadie se alegre, salvo algún anarquista idealista –probablemente el único idealismo justificable y a la vez justificado en política- o alguno de esos que autodenominándose “antisistema”, básicamente se dedican a vivir de las prerrogativas que el sistema les permite. Sí debería servir para que reflexionaran los máximos responsables de que las cosas hayan llegado a este punto.

En lugar de eso, de momento parece salir triunfante la opción cómoda de atribuir a los datos la cualidad simplista de ser resultado del malestar ciudadano provocado por la crisis económica. No les faltará probablemente razón en que es la crisis la que exacerba los ánimos, el posicionamiento crítico y la radicalización ciudadana frente a cualquier símbolo del poder, del gobierno, de las instituciones. Pero una cosa es que la economía sirva de caja de resonancia para el rumor de fondo y otra muy distinta que ese ruido no tenga otras razones y no se vea justificado cada día más con motivos que nada tienen que ver con la crisis.

Deberían reflexionar quienes, a estas alturas de la historia, en pleno siglo XXI, en un mundo marcado por la globalización, por el acceso inmediato a cualquier fuente de información y también de posible manipulación informativa, siguen tratando de mantener –y de momento consiguiendo formalmente- encorsetada a una sociedad civil en la que los individuos siguen sin tener el poder para decidir que, sin embargo, la letra de las leyes dicen otorgarles. Las estructuras dirigentes de los partidos políticos lo asumen cuando más de boquilla –a veces ni eso-, de momento no con actuaciones verdaderamente de apertura, de acercamiento a la sociedad, de eliminar la tupida red con la que desde los partidos políticos se controlan todas las estructuras del Estado.

Deberían también reflexionar quienes, desde otros poderes e instituciones se acomodan a una situación de renuncia a su independencia, a las labores de control que deberían realizar, a su función de contrapeso a lo estrictamente político. Difícil, cuando su elección y su promoción dependen tantas veces de lo que se decide en determinados despachos en las calles de Génova o de Ferraz en Madrid. Difícil, pero necesario. 

jueves, 2 de mayo de 2013

Made in Bangladesh


Vivir con 38 euros al mes no es fácil en ningún lugar del mundo. Morir por ganar 38 euros al mes es posible aún hoy en muchos lugares del planeta. Más de 400, que unidos a los desaparecidos de los que ninguna esperanza queda de encontrar con vida son casi 600, es el número de cadáveres que han quedado sepultados esta semana en una de las potencias industriales del planeta, Bangladesh.

Un país cuyo tamaño es la tercera parte que el de España y donde sin embargo viven 163 millones de habitantes. Un país que nos suena lejano, casi desconocido, en el que sus nacionales tienen una renta per cápita anual de 1.500 euros –de 23.000 es la española-. Un país donde se fabrica una buena parte de la ropa “de marca” que en el resto del mundo hace a sus compradores partícipes de algo tan estúpido como la seguridad personal de “ir a la última”. Ropa que transmite seguridad, confianza, vanidad o soberbia, simplemente porque pagamos una cifra bastante más alta por llevar una determinada etiqueta o un buscado logotipo en los que sus comercializadores se han gastado en publicitar mucho más de lo que se gastan en fabricar miles de prendas.

En Bangladesh y en no pocos países más, miles de trabajadores pueden estar hacinados en una fábrica donde, de la mañana a la noche, desde que son niños y hasta que llegan a ancianos, cosen pantalones o pegan zapatillas. O ensamblan videoconsolas y teléfonos móviles. De Bangladesh esta semana, de un edificio de ocho plantas y construido ilegalmente, hemos tenido noticias. Y no porque se haya presentado en él la última colección de una determinada línea de ropa.

En un edificio de Bangladesh más de 3.000 trabajadores, mujeres la mayoría, sintieron que a la vibración de las máquinas de coser se unía, sin solución de continuidad, la de los muros y cimientos. Las grietas dieron la pista de lo que iba a ocurrir, pero ello no impidió que los trabajadores fueran obligados a entrar. Por 38 euros al mes no era para menos. El riesgo iba en el sueldo, pensarían los encargados de la hacienda y los encargados de los encargados.

Es el más grave accidente industrial en mucho tiempo y ha salido en los telediarios, pero no lo suficiente. No lo bastante como para que las grandes marcas dejen de fabricar sus productos en esas condiciones. No lo suficiente como para que los consumidores empecemos a poner por delante del supuesto “glamour”, de las modas y de la tontería, unas mínimas exigencias éticas.

No bastará para que los gobiernos occidentales dejen de hacer la vista gorda y controlen de verdad el origen de los productos que se comercializan en ellos. Dirán que lo hacen en los que pueden ser perjudiciales para la salud del consumidor. Pero, como se demuestra cada día y hemos visto  esta vez, también quienes los fabrican pueden perder la salud.