Entre interrogantes firmaba sus publicaciones Agustín García Calvo. Ninguna
forma más inteligente se me ocurre de definir la propia existencia, nuestro
lugar en el mundo y hasta la misma existencia de éste. "Cogito ergo sum",
promulgó Descartes, lo que traducido viene a dar: pienso, entonces existo.
La capacidad para razonar es el elemento más consustancial a la condición
humana y razonar es sobre todo dudar. Ponerle interrogantes a cada paso, la
forma más consciente de caminar por la vida. Somos casualidad, un elemento
más del azar con en el que se configura el caos que define el Universo.
Somos fruto de una concatenación de conexiones genéticas que vienen
enlazándose desde hace milenios. Nacemos como nacemos y donde nacemos
gracias a circunstancias cuyo control escapa de toda posibilidad de control
humano. Coincidimos con otras gentes, diferentes e iguales a nosotros, en
cualquier lugar del mundo, en una concreta latitud y longitud, un mismo día,
un segundo único, sin que nada estuviera programado.
La mayoría de las veces ni siquiera percibimos o damos valor alguno a esa
coincidencia, perfectamente intercambiable por cualquier otra. Las bolas
lanzadas al azar sobre el tapete de una mesa de billar varían sus
trayectorias chocando contra los límites del terreno de juego y
entrechocando unas con otras sin que ello responda a un patrón establecido y
no son sus colisiones menos reales que las de la carambola programada,
medida y mil veces ensayada.
Las cosas ocurren si han de ocurrir, escuché recientemente en tierra
caliente, bajo el arco que clasifica como norte y sur los dos hemisferios de
la circunferencia terrestre, en discurso de inteligente, reflexivo y
sosegado providencialismo. El venezolano Uslar Pietri introdujo en la
literatura los conceptos del "realismo mágico" a los que Rulfo, Cortázar,
Laura Esquivel o el colombiano García Márquez generalizaron como
característicos del llamado boom de la literatura iberoamericana. Realismo
mágico que adorna, impregna y conduce su obra literaria.
Lo cotidiano se rompe con la intrusión de experiencias fantásticas, súbitas
e inesperadas que, sin embargo, transcurren con asombrosa normalidad
-literatura o la vida misma-; elementos mágicos que no pueden explicarse,
por los que a veces, incluso, ni nos preguntamos. Si ver es percibir la
realidad, no lo es menos sentir, intuir sensaciones que trascienden los
sentidos.
La literatura, memoria de los hombres, desvela cómo en los espacios más
duros, crudos e insospechados la magia se hace presente. Lo imprevisible
surge, lo inesperado ocurre. Todo está escrito o todo es casual, la gran
dicotomía. Las cosas pasan porque sí o porque tienen que pasar. Los astros
se alinean en constelaciones y galaxias. Conjunciones. Las gentes en
pueblos, naciones y continentes. Todo es fijo y todo móvil. Imposible
adivinar el lugar de cada uno en el mundo. O anticipar qué es lo eterno y
qué lo que apenas durará un instante. Fantástico saber qué comprimidos
aliviarán el dolor de garganta o quitarán la tos. Mágica realidad.
lunes, 20 de mayo de 2013
domingo, 12 de mayo de 2013
Landa, cuando el cine era el cine
No soy de los nostálgicos, de los que miran atrás pensando en lo que se
perdió y no adelante avanzando hacia lo que queda por ganar. No soy de los
que creen que cualquier tiempo pasado fuera mejor que cualquiera de los que
faltan por llegar. Arrepentirse del pasado es, generalmente, un ejercicio
vacuo de contenido y sentido práctico. Una simple demostración de vanidad,
pero no menos absurda que pensar que irremediablemente el futuro será peor.
En aquel tiempo la vida era más bella y el sol más brillante que hoy día,
escribió Jacques Prevért en su mítica canción "les feuilles mortes", "En ce
temps-là la vie était plus belle, et le soleil plus brûlant qu'aujourd'hui".
Siempre con matices, al menos hasta que el tiempo y los renglones que sobre
sus hojas vamos grabando, consigan hacer algo mejor de lo que otros hicieron
antes.
Nos deja Alfredo Landa. Landa, a secas, es más que suficiente para su
inequívoca identificación. Quien con su interpretación dio nombre a un
género, piel y carne a mitos y tópicos, brillo a la tela en la que sucesivas
generaciones de españoles tenían la única ventana por la que respirar aire
fresco y huir, siquiera durante hora y pico, de las escaseces no sólo
económicas. Landa es la risa, pero sobre todo la sonrisa. Sus personajes más
característicos, aquellos en los que no lo conocimos personalmente, vemos
reflejada su alma, son cálidos e ingenuos, son tiernos y cándidamente
atolondrados, como lo era aquella España real en la que desenvolvió sus
papeles más conocidos.
Por una vez, hay una época en la que el cine es más fiel reflejo del alma de
una sociedad que la literatura, la época de Landa. A medida que las hojas de
los árboles y con ellas las del calendario vayan alfombrando nuestros pasos,
más conscientes iremos siendo de que España y los españoles estamos más en
esa sonrisa ingenua, infantil y casi azorada de los personajes de Landa que
en la dura y seca representación que nuestra literatura, autodenominada
"realista" ha creado como espejo uniforme de la España de la
post-postguerra, de los años del desarrollo y el desarrollismo e, incluso,
de esa visión retrospectiva y siempre desde el mismo escorado ángulo con la
que en los últimos lustros, una y otra vez, se vuelve sobre los años de la
guerra.
No es de extrañar, pues, que Landa haya sido diana propicia para los dardos
de quienes creen que negando el pasado colectivo de un pueblo pueden cambiar
a ese pueblo y, sobre todo, ese pasado. Lo cierto es que Landa llenaba los
cines y aún hoy sigue manteniendo la atención del espectador que ve sus
películas en la pequeña pantalla. Pocos como Landa han sabido transmitir a
su mirada, a su gesticulación, a su palabra, el latido de un corazón que no
era el suyo, sino el de la España de a pie.
perdió y no adelante avanzando hacia lo que queda por ganar. No soy de los
que creen que cualquier tiempo pasado fuera mejor que cualquiera de los que
faltan por llegar. Arrepentirse del pasado es, generalmente, un ejercicio
vacuo de contenido y sentido práctico. Una simple demostración de vanidad,
pero no menos absurda que pensar que irremediablemente el futuro será peor.
En aquel tiempo la vida era más bella y el sol más brillante que hoy día,
escribió Jacques Prevért en su mítica canción "les feuilles mortes", "En ce
temps-là la vie était plus belle, et le soleil plus brûlant qu'aujourd'hui".
Siempre con matices, al menos hasta que el tiempo y los renglones que sobre
sus hojas vamos grabando, consigan hacer algo mejor de lo que otros hicieron
antes.
Nos deja Alfredo Landa. Landa, a secas, es más que suficiente para su
inequívoca identificación. Quien con su interpretación dio nombre a un
género, piel y carne a mitos y tópicos, brillo a la tela en la que sucesivas
generaciones de españoles tenían la única ventana por la que respirar aire
fresco y huir, siquiera durante hora y pico, de las escaseces no sólo
económicas. Landa es la risa, pero sobre todo la sonrisa. Sus personajes más
característicos, aquellos en los que no lo conocimos personalmente, vemos
reflejada su alma, son cálidos e ingenuos, son tiernos y cándidamente
atolondrados, como lo era aquella España real en la que desenvolvió sus
papeles más conocidos.
Por una vez, hay una época en la que el cine es más fiel reflejo del alma de
una sociedad que la literatura, la época de Landa. A medida que las hojas de
los árboles y con ellas las del calendario vayan alfombrando nuestros pasos,
más conscientes iremos siendo de que España y los españoles estamos más en
esa sonrisa ingenua, infantil y casi azorada de los personajes de Landa que
en la dura y seca representación que nuestra literatura, autodenominada
"realista" ha creado como espejo uniforme de la España de la
post-postguerra, de los años del desarrollo y el desarrollismo e, incluso,
de esa visión retrospectiva y siempre desde el mismo escorado ángulo con la
que en los últimos lustros, una y otra vez, se vuelve sobre los años de la
guerra.
No es de extrañar, pues, que Landa haya sido diana propicia para los dardos
de quienes creen que negando el pasado colectivo de un pueblo pueden cambiar
a ese pueblo y, sobre todo, ese pasado. Lo cierto es que Landa llenaba los
cines y aún hoy sigue manteniendo la atención del espectador que ve sus
películas en la pequeña pantalla. Pocos como Landa han sabido transmitir a
su mirada, a su gesticulación, a su palabra, el latido de un corazón que no
era el suyo, sino el de la España de a pie.
domingo, 5 de mayo de 2013
Encuestas de ida y vuelta
Los mismos políticos que,
en este régimen de partidos con elites de poderes absolutos, utilizan las
encuestas de opinión pública como argumento para dejar de aplicar sus
programas, sus promesas, sus y sus principios, son los que se apresuran a mucha
mayor velocidad que para cualquier otra cosa, a restar importancia a cualquier
sondeo cuando éstos dicen aquello que no quieren escuchar.
La última hornada de datos
salida del Centro de Investigaciones Sociológicas es absolutamente demoledora
para el status quo institucional español. La más destructiva desde que existen
este organismo y sus encuestas. Ni una sola de nuestras instituciones
fundamentales, de aquellas sobre las que se asienta nuestra democracia consigue
ni siquiera acercarse al aprobado en la valoración ciudadana.
El resultado no es para
que nadie se alegre, salvo algún anarquista idealista –probablemente el único
idealismo justificable y a la vez justificado en política- o alguno de esos que
autodenominándose “antisistema”, básicamente se dedican a vivir de las
prerrogativas que el sistema les permite. Sí debería servir para que
reflexionaran los máximos responsables de que las cosas hayan llegado a este
punto.
En lugar de eso, de
momento parece salir triunfante la opción cómoda de atribuir a los datos la
cualidad simplista de ser resultado del malestar ciudadano provocado por la
crisis económica. No les faltará probablemente razón en que es la crisis la que
exacerba los ánimos, el posicionamiento crítico y la radicalización ciudadana
frente a cualquier símbolo del poder, del gobierno, de las instituciones. Pero
una cosa es que la economía sirva de caja de resonancia para el rumor de fondo
y otra muy distinta que ese ruido no tenga otras razones y no se vea
justificado cada día más con motivos que nada tienen que ver con la crisis.
Deberían reflexionar
quienes, a estas alturas de la historia, en pleno siglo XXI, en un mundo
marcado por la globalización, por el acceso inmediato a cualquier fuente de
información y también de posible manipulación informativa, siguen tratando de
mantener –y de momento consiguiendo formalmente- encorsetada a una sociedad
civil en la que los individuos siguen sin tener el poder para decidir que, sin
embargo, la letra de las leyes dicen otorgarles. Las estructuras dirigentes de
los partidos políticos lo asumen cuando más de boquilla –a veces ni eso-, de
momento no con actuaciones verdaderamente de apertura, de acercamiento a la
sociedad, de eliminar la tupida red con la que desde los partidos políticos se
controlan todas las estructuras del Estado.
Deberían también reflexionar quienes, desde otros poderes e instituciones se acomodan a una situación de renuncia a su independencia, a las labores de control que deberían realizar, a su función de contrapeso a lo estrictamente político. Difícil, cuando su elección y su promoción dependen tantas veces de lo que se decide en determinados despachos en las calles de Génova o de Ferraz en Madrid. Difícil, pero necesario.
jueves, 2 de mayo de 2013
Made in Bangladesh
Vivir con 38 euros al mes
no es fácil en ningún lugar del mundo. Morir por ganar 38 euros al mes es
posible aún hoy en muchos lugares del planeta. Más de 400, que unidos a los
desaparecidos de los que ninguna esperanza queda de encontrar con vida son casi
600, es el número de cadáveres que han quedado sepultados esta semana en una de
las potencias industriales del planeta, Bangladesh.
Un país cuyo tamaño es la
tercera parte que el de España y donde sin embargo viven 163 millones de
habitantes. Un país que nos suena lejano, casi desconocido, en el que sus
nacionales tienen una renta per cápita anual de 1.500 euros –de 23.000 es la
española-. Un país donde se fabrica una buena parte de la ropa “de marca” que
en el resto del mundo hace a sus compradores partícipes de algo tan estúpido
como la seguridad personal de “ir a la última”. Ropa que transmite seguridad,
confianza, vanidad o soberbia, simplemente porque pagamos una cifra bastante más
alta por llevar una determinada etiqueta o un buscado logotipo en los que sus
comercializadores se han gastado en publicitar mucho más de lo que se gastan en
fabricar miles de prendas.
En Bangladesh y en no
pocos países más, miles de trabajadores pueden estar hacinados en una fábrica donde,
de la mañana a la noche, desde que son niños y hasta que llegan a ancianos,
cosen pantalones o pegan zapatillas. O ensamblan videoconsolas y teléfonos
móviles. De Bangladesh esta semana, de un edificio de ocho plantas y construido
ilegalmente, hemos tenido noticias. Y no porque se haya presentado en él la
última colección de una determinada línea de ropa.
En un edificio de Bangladesh
más de 3.000 trabajadores, mujeres la mayoría, sintieron que a la vibración de
las máquinas de coser se unía, sin solución de continuidad, la de los muros y
cimientos. Las grietas dieron la pista de lo que iba a ocurrir, pero ello no
impidió que los trabajadores fueran obligados a entrar. Por 38 euros al mes no
era para menos. El riesgo iba en el sueldo, pensarían los encargados de la hacienda
y los encargados de los encargados.
Es el más grave accidente
industrial en mucho tiempo y ha salido en los telediarios, pero no lo
suficiente. No lo bastante como para que las grandes marcas dejen de fabricar
sus productos en esas condiciones. No lo suficiente como para que los
consumidores empecemos a poner por delante del supuesto “glamour”, de las modas
y de la tontería, unas mínimas exigencias éticas.
No bastará para que los
gobiernos occidentales dejen de hacer la vista gorda y controlen de verdad el
origen de los productos que se comercializan en ellos. Dirán que lo hacen en los
que pueden ser perjudiciales para la salud del consumidor. Pero, como se
demuestra cada día y hemos visto esta
vez, también quienes los fabrican pueden perder la salud.
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