domingo, 26 de agosto de 2018

Mis lugares, Fermoselle

Más que seguir aquello de que uno es de donde pace, no de donde nace, profeso que, salvo quien nace y vive siempre en el mismo lugar, uno no es de un solo sitio, sino de muchos. Todos aquellos en los que se ha residido o acudido con reiteración. Vivido y convivido.  Jugado, reído y llorado. Donde a veces llegas a disgusto pero te vas con lágrimas en los ojos. Las vivencias nos van haciendo golpe a golpe, verso a verso.

Dicen que los localismos exacerbados se curan viajando, conociendo otros ambientes, gentes, manifestaciones culturales y tradiciones. Nada mejor que descubrir, en el rincón más alejado del mundo, una imagen o un acontecimiento a los que, en cualquier religión o credo, se le rinde culto tan devotamente como aquí se hace con la Virgen de cada pueblo. Que la naturaleza aporta su magia al paisaje en forma de orografía, vegetación o relación con el agua y en cada lugar el cuadro por ser distinto no es menos bello.

La antropología ha demostrado, a medida que se consolidaba como ciencia, cómo en las diferentes latitudes, la variedad de razas, culturas y estadios de civilización aúna más puntos en común que diferencias verdaderamente de fondo. Las batallas a cantazos entre los chavales de un pueblo y los del colindante no dejan de ser más que una representación a distinta escala de las guerras entre naciones. Los retos, competencia o los noviazgos entre los de ambos lados del río, peñas arriba y abajo,, del norte y del sur, forman parte de nuestra naturaleza de animal eminentemente social.

Soy ciudadano del mundo, de España, de mi región, provincia y ciudad. Soy también de otros muchos sitios donde en algún momento y circunstancia he sido. Viví tres años en Fermoselle -villa que no pueblo- el lugar de donde más me disgustó marchar. Allá por los albores de mi historia, entre 1974 y 1977. Sería por la edad, por la sensación de libertad que la propia estructura urbana del municipio transmite, por los amigos que allí dejaba; no aún porque pudiera apreciar la especial belleza y personalidad que atesora, sí por ser el primer lugar de aprendizaje escolar, e incipientemente de vida, en el que estaba tras cinco años en el hermoso, pequeño y cercano Fornillos.

Durante mis años de política una de las actividades que más disfrutaba -disfrutábamos- era recorrer los pueblos y comarcas de Zamora, romerías, fiestas y celebraciones. No hace mucho -¡aunque ya hace tanto!- ya sin política, el último punto de la provincia en el que estuvimos fue en Fermoselle. Comida de amigos en la histórica peña “El Pulijón”. El viernes, los quintos del 68 celebraron su medio siglo. Al tomar como base los listados del colegio mi nombre figuraba entre ellos y fui convocado. Aunque por razones muy personales no pude acompañarlos, agradecido recordé que algo de nosotros queda en cada lugar que habitamos y en cada persona con la que convivimos.  

domingo, 19 de agosto de 2018

Estrategia versus nada

Cada vez más tengo la impresión de que solo la independencia catalana pondrá fin a la permanente matraca catalanista. No digo que crea que esa sea la solución ni que piense que la misma va a llegar a corto, medio o largo plazo. Deseo y confío que no sea así. Lo que manifiesto es que esa es la percepción que cada vez más tengo, lo cual me lleva al convencimiento de que el elemento esencial de la estrategia, hasta ahora exitosa, de los independentistas es vencer por agotamiento del rival.

Lo pienso más vivamente desde que hace algún tiempo mantuve una conversación con una histórica integrante de Esquerra Republicana de Cataluña, que ratificaba lo que cada día vemos en la prensa, escuchamos en declaraciones y contemplamos en las actuaciones. En ella me señalaba que lo suyo no es una cuestión de referéndum, ni de 155, ni de quién sea o deje de ser presidente de la Generalidad catalana. Esos detalles quedan para los burócratas burgueses de Convergencia o como en cada momento se llamen. Lo suyo, así lo entiende ERC, es solo una cuestión de tiempo. Cinco, diez, quince años, da lo mismo. No es el plazo lo esencial sino alcanzar el objetivo, de lo cual no albergan ninguna duda.

Cito a ERC porque representa el elemento troncal del independentismo desde su fundación en 1931 durante la Segunda República y con la única excepción del corto periodo de Josep Tarradellas, frontalmente contrario a las ideas de independencia y autodeterminación, con la llegada de la democracia.

Al margen de las tácticas aplicadas en cada momento, nadie puede negar que la estrategia resulta exitosa. Pese a los aparentes titubeos, a los pasos atrás en determinados momentos o a las dificultades e inconvenientes, objetivamente el camino hacia la independencia no solo sigue adelante sino que lo hace incrementando paulatinamente la aceleración. El estatus de la materia hace veinte años hubiera sido impensable hace cuarenta, cuando se promulgó la Constitución. El estatus actual era inimaginable para cualquiera hace veinte años y para muchos -incluidos casi todos los políticos nacionales-, un escenario de ciencia ficción hace tan solo diez, que es como decir ayer mismo.

Estando así las cosas lo único que ahora mismo resulta impensable es que la estrategia independentista no culmine su apuesta con éxito. Quienes siguen negando la evidencia son los mismos que, abdicando de su responsabilidad social, política e histórica olvidan, quien sabe si por comodidad, egoísmo, cobardía o inepta mediocridad, que la única forma de asegurar, casi con certeza absoluta, el triunfo de una estrategia es evitar oponerle otra estrategia en sentido contrario. Y esa es la situación de los últimos cuarenta años en España. Hoy, más que nunca antes. De un lado estrategia por la ruptura en la que incardinan todas sus líneas políticas y permanentes rupturas parciales de la legalidad. Del otro, solo bandazos y políticas de control de daños propios. 

domingo, 12 de agosto de 2018

27 baldosas

Antes de que la física cambiara de dirección y descubriera que el tiempo no es lineal ni constante, ya la intuición humana -perdón por la burda simplificación- había detectado que los mismos minutos pueden pasarse en un suspiro o hacerse eternos en función de múltiples factores que se funden en uno, la disposición mental en el momento concreto.

Si estamos a gusto o a disgusto. Si en una situación relajada o incómoda. Si la mente vagando por cuestiones sin importancia o tensa ante algo trascendental. Si solos o en compañía. Si esperando algo o a alguien o simplemente pasando el rato. Diferentes planos que añaden o restan velocidad al transcurso del tiempo. Diferentes finales que hacen que el tiempo transcurrido se evapore del recuerdo o quede grabado en la memoria con la erosión del cincel sobre el granito.

Golpe a golpe, el segundero marca su reiterado paso sobre la esfera abriendo camino e inventando concepto en su avance dextrógiro. En ocasiones nosotros somos el reloj,  no marcamos el avance sino la espera. Tal vez ante una puerta, ese telón de acero que divide en dos el tiempo y el espacio. Lo que está a un lado y lo que está al otro. Lo que fue antes de que se cerrara y lo que será después de que se abra.

Por convención el clásico dividió la esfera del tiempo en doce segmentos triangulares. La gran hogaza por la que vivimos la ensoñación de que la vamos consumiendo triángulo a triángulo sin caer en la cuenta, salvo cuando ya es demasiado tarde, de que es la aguja del segundero la que, en su paso vuelta a vuelta, nos va cortando a nosotros, loncha a loncha. 

El físico, el filósofo y el teólogo llevan desde el principio de los tiempos (que no del tiempo), tratando de determinar si el tiempo es una línea, una flecha, un círculo o un poliedro regular o irregular. Quizás, nos dicen algunos de los estudios más recientes, el tiempo no es lineal ni circular. Sencillamente, postulan, el tiempo no es, no existe más que como una ilusión en nuestra mente. 

Recuerdo sin embargo, con nitidez obsesiva, otra arquitectura del tiempo, no esférica  ni lineal, sino rectangular, ante la puerta gris que separaba el ayer del mañana, la incertidumbre de la esperanza, la sonrisa del llanto, la compañía de la soledad, la vida de la muerte. Veintisiete baldosas cuadradas que unos pies pueden recorrer, en movimiento levógiro de cuenta atrás, seiscientas sesenta y seis veces una mañana de agosto. Un segundo por baldosa durante cinco horas. Veintisiete baldosas grandes como losas que a cada vuelta adquieren una orografía diferente, subida o bajada, pendiente escarpada o mullida vaguada. Montaña rusa ante la puerta, ruleta rusa tras ella. Veintisiete baldosas, la persistencia de la memoria, el más duro reloj derretido como en su cuadro auguró, lúcido surrealismo, Dalí. 

domingo, 5 de agosto de 2018

Haiku, gata y saltamontes

No hay muchas cosas que se puedan hacer, sin sudar demasiado, al aire libre, bajo los treinta y nueve grados de un día de agosto. Observar, detenidamente y desde la sombra, cómo un gato persigue a un saltamontes, una de las más interesantes. 

Hasta que me fijé en ellos mi mirada nadaba por una antología de haiku japonés. El haiku es un arte poético tradicional japonés compuesto en diecisiete sílabas repartidas en tres versos: cinco-siete-cinco, aunque los grandes maestros que desde el siglo XVI lo ejercitan se han permitido ciertas licencias para variar esa estructura.

A  la velocidad de funcionamiento neuronal que permite la canícula y sin un gintonic bien cargado de hielo al lado, no puede uno más que preguntarse qué se puede contar en tres versos que suman diecisiete sílabas y, sobre todo, qué se puede contar ochocientas veces, tantas como haikus contiene mi libro, sin que parezca que, como la chicharra que suena de fondo, ochocientas veces se dice lo mismo.

La gata que entretiene mi atención destaca, blanca quietud agazapada sobre un manto de tréboles. Nieve caída sobre el verde, fresco aún por el riego de la mañana. En la sombra, ya casi vertical, del alero del edificio. Proyecta sus ojos ocres, ámbar y esmeralda, en mirada vivaz e incisiva sobre un punto fijo a no más de cuarenta centímetros de distancia. Allí el pequeño saltamontes parece analizar si saltar hacia el soleado campo de fuego o seguir refugiado en sus cuarteles de invierno. Elige seguir en la umbría pero aún así salta un metro, justo cuando caen sobre el lugar que medio segundo antes ocupaba, las dos zarpas y el hocico de su cazadora.

La misma escena se repite, consecutivamente, en varias ocasiones. La gata parece estar jugando de manera desenfadada. Se divierte, salta a la vista. El saltamontes quizás ignora la existencia misma del juego aunque de manera connatural, salta a la vista, entiende que solo caben dos finales, excluyentes entre ellos.

El haiku trata de detener el tiempo o más bien se detiene en un instante cualquiera, intercambiable con cualquier otro y en un lugar preciso también pero también indiferente. Su naturaleza es zen. Exalta el momento y la conexión con la naturaleza. En las pocas palabras que contiene siempre hay una relacionada con la estación del año en la que transcurre. Los haikus se clasifican precisamente por las estaciones: primavera, verano, otoño, invierno. El poeta es un mero observador, privilegiado y a la vez ajeno. No actúa, no interviene, solo forma parte de la escena como un elemento más. Siempre ha de ser más lo que deja sugerido que lo que desvela.

Leo los haikus del verano. Como en ellos, el calor ralentiza mi pensamiento. Como la mirada de mi compañera de tarde paraliza el movimiento del saltamontes inmediatamente antes de su último salto. La eternidad concentrada en un instante.