Digo adiós al negro, ácido, oxidado, corroído 2017, como si con esa personificación pudiera devolverle siquiera una mínima parte del daño que ha causado. Le enseño mis garras, el puño apretado señalando al cielo, como si con ese gesto inútil, impotente pero catártico pudiera amedrentar al impasible. Aprieto los dientes, frunzo el ceño, respiro sonoramente como si se tratase de movimientos de ajedrez que, en el tablero de la muerte, sirvieran para algo más que para reconocerse uno en su propia consciencia.
La flecha del tiempo que nos describe la física nos muestra la dirección que el tiempo traza en su recorrido, discurriendo sin interrupción del pasado hacia el futuro, pasando por el presente. La flecha nos marca también la irreversibilidad de ese trayecto, con una tendencia que indica, bajo el concepto de “entropía”, que en nuestro sistema natural el tiempo avanza siempre hacia un mayor caos, no hacia el orden. Que la tendencia general en la naturaleza es hacia el desorden. Desde el Big Bang hacia el futuro. Del uno al infinito.
Desde el principio de su tiempo, el hombre se ha preguntado primero a dónde va y después de dónde viene. Filosofía, metafísica, teología y física han buscado en cada recodo del camino las respuestas últimas a la única pregunta cuya respuesta correcta daría todas las demás respuestas. Pero como en la entropía de la segunda ley de la termodinámica, por cada respuesta que aparece se multiplican las preguntas. Y todo para volver al origen, al sólo sé que no sé nada socrático, que realmente no indica que no sepamos nada sino que nada sabemos “con certeza”.
Ahora un grupo de científicos ha logrado acabar con la irreversibilidad, actuando sobre las partículas subatómicas -en un concreto sistema cerrado y en laboratorio- y darle la vuelta a la flecha del tiempo para que señale hacia el pasado y no hacia el futuro, nos toca despedir desde el tren de la vida esa “estación termini” que fue el año que se va -curioso, decimos “que se va” a un año “que se queda” mientras somos nosotros los que nos vamos- hacia atrás y con él todo lo que no volverá.
Prefiero despedirlo con literatura y música antes que con física. Con “marina impasible” de José Hierro: “…Presente inmóvil -sin recuerdos, / sin propósitos-, soy ahora. / Todo está sometido a un orden / que yo no entiendo. Pero embarco / en la nave, y el marinero / me dirá su cantar, más tarde, / desde el éxtasis…” Con Borges, siempre: “El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego…”
Y escuchando en “El vencido” a Fito & Fitipaldis: “Dicen que estoy perdiendo el tiempo, / en vivir deprisa. / Mi vida pasa como el viento, / pero jamás sentí la brisa…”. O en “Lo que sobra de mí”: “Ahora sé que el cielo no está lejos, nosotros sí”. Impasible, el tiempo. Nosotros no.