En una era en que la tecnología desborda cada uno de los aspectos de nuestra vida desde que nacemos hasta morir, desde el alba hasta el ocaso, en el trabajo y en el ocio, de vez en cuando, como latigazos en el alma, ciertos acontecimientos siguen recordándonos la importancia del factor humano.
Fue Graham Green, quien en la novela del mismo título, puso sobre el tapete, referido en aquel momento al mundo del espionaje en plena guerra fría, la vital importancia del factor humano en todo lo que tiene que ver con el mundo que los hombres construimos o transformamos a diario.
Para lo bueno y para lo malo, por mecanizados que estén los procesos, por más inteligencia artificial que marque el camino de actividades y destinos, la voluntad del hombre, ya vestida de libre albedrío, ya atada por cualquiera de las enfermedades de la mente, sigue teniendo un radical peso en el día a día de la humanidad.
En Los Alpes un avión volaba por encima de los treinta mil pies, con sus sistemas electrónicos funcionando en perfecta y automatizada sincronía. Ciencia y técnica unidos para vencer a la Ley de la Gravedad y esquivar las dificultades que la naturaleza pone frente al hombre. Diez mil metros de altura, miles de kilómetros salvados en un salto. Millones de trayectos recorridos a diario por aviones surcando el cielo en todas las latitudes. Durante las veinticuatro horas, segundo a segundo, un avión despega hacia el cielo o toma tierra. Nos llevan y nos traen, nos acercan y nos alejan. Nos unen y nos separan.
Cuando rara vez hay un accidente y algo no sale como estaba programado en los ordenadores de las aeronaves y los centros de control, automáticamente pensamos en un desajuste técnico, un fallo de la tecnología, un avatar del destino o una climatología fatal. A continuación, solo desde el 11-S, en la posibilidad de una acción humana deliberada.
Cuando unas decenas de personas suben al avión en un aeropuerto -y solo durante el año pasado superé los doscientos mil kilómetros volados- los pasajeros, de una u otra manera, con el pensamiento se encomiendan a su destino. Separarse del suelo supone un elemento traumático en mayor o menor medida según lo timorato que cada uno sea. Esa es la fundamental diferencia entre el avión y cualquier otro medio de transporte. El hombre nació para la tierra y el agua, pero no para el aire. De ahí que el de volar haya sido, probablemente, el más anhelado de los sueños de la especie humana y, por ello, una de sus grandes conquistas.
Aún contra natura, todo es natural. Todo, salvo el shock de saber que no son los bits o un factor externo, humano o fortuito, sino las neuronas de quien tiene que llevarte a destino las que por efecto de una trágica sinapsis, lo trunquen para siempre.