domingo, 18 de octubre de 2020

Censura de la moción

Un buen amigo, que ahora milita en las filas de Vox, me decía esta semana “a ver si convencen de una vez a Casado de que vote sí en la moción de censura y podemos ganar”. Cuando se es joven e impulsivo, Vox lo es como partido, ocurren esas cosas, que el corazón pesa más que la cabeza, los impulsos se transforman en ensoñaciones y éstas, a veces, se confunden con la realidad. Así que da igual lo que voten los diputados del PP o de Ciudadanos tras el debate que comienza el miércoles. La moción no puede prosperar porque no puede sumar más votos a favor que los que tendrá en contra.

¡Si hay que ir se va, pero ir pa ná!, dice un chascarrillo. Es cierto que en ocasiones, en nuestra democracia hasta ahora todas menos una, las mociones de censura no se presentan porque se piensen ganar, sino para posicionar una alternativa, desgastar a quien gobierna o dar una llamada de atención que haga que el gobernante cambie en algún aspecto esencial su política. El problema es que en esta ocasión no se da ninguno de esos factores, por lo que la impresión es que efectivamente se va pa ná, o lo que es peor, es perjudicial para la configuración de una alternativa de centro derecha al despropósito izquierdista y destructivo que se alía en torno a Sánchez.

Salvo por el interés en una falsa puesta en evidencia de las otras dos fuerzas políticas del centro derecha y por agitar a los más efervescentes en las propias filas, con la ensoñación de que las elecciones y el gobierno se ganan unilateralmente con fuegos de artificio en el parlamento durante 24 horas, no se entiende una moción que lo que va a mostrar es la unidad de destino de las fuerzas que sostienen al gobierno. 

Esto con el agravante de que esa escenificación del mantenimiento de la alianza Frankenstein llega justo en el momento en el que, previsiblemente, íbamos a empezar a ver sus primeras quiebras. Con la desastrosa gestión de la pandemia. La acumulación de compromisos contrarios entre sí incumplidos por Sánchez. El plante de Europa ante el asalto político a la separación de poderes. Y con la negociación de unos presupuestos, con retraso ya anunciado, imposibles de casar entre lo que queda de partido de Estado en el PSOE y los compromisos y obligaciones de la Unión Europea frente a la secta podemita-chavista, la deslealtad independentista y el eterno mentir por la cara y la cruz de la misma moneda, del presidente del Gobierno.

A cambio, tendremos florituras para los ya convencidos en el ataque al gobierno más censurable de nuestra etapa democrática y un prietas las filas en el lado contrario frente a ese falso, pero eficaz para la huestes de la izquierda, fantasma del fascismo y del franquismo que políticos y prensa buscan personalizar en Vox. No es esto lo que España necesita. No es lo que ayuda a cambiar el extremismo del gobierno por una alternativa constitucional, moderada, liberal, occidental y moderna de progreso. Vanitas vanitatis.

domingo, 11 de octubre de 2020

Advertencia de seguridad

“Columna no apta para quienes defienden a ultranza a un gobierno haga lo que haga porque es de su partido, de los suyos o porque el presidente es guapo. Su lectura puede provocar irritación, inflamar el ánimo, acelerar el ritmo cardiaco y provocar espasmos diarréicos contra el firmante, que no serán menores aunque se sepa que el mismo articulista también escribió duras críticas contra el anterior presidente del gobierno incluso estando afiliado a su mismo partido político. Si está en ese grupo de riesgo hay miles de libros esperándole, numerosos articulistas en los que leer versiones distintas o contrarias y varios canales de televisión con los que profundizar en el sentimiento crítico de la vida, sin complicarse meninges y existencia.”

Al gobierno de España no le importan los muertos de la pandemia. Al presidente del gobierno de España no le importan ni los muertos de la pandemia ni los vivos que, en conjunto y mal que les pese a algunos, nos llamamos España. A Pedro Sánchez le importa Pedro Sánchez Castejón. Al mítico Narciso se le pasaban los días mirándose en el lago, obnubilado ante la belleza de su rostro reflejado en las aguas calmas. Nada ni nadie podía distraer su atención del único objeto que la merecía, su propia imagen. A Sánchez no le importan los muertos más allá que en cuanto a su cualidad de números. En momentos, para ocultarlos -veinte mil de la “primera ola” esperan reconocimiento oficial-, en momentos, para arrojarlos selectivamente contra el enemigo político. Contra Madrid sí, contra Navarra no. Contra Cataluña nunca. 

A Sánchez no le importan los vivos. Ni cuando su Comité de seguridad nacional, dirigido por su hombre de confianza, Iván Redondo alertó hasta en once ocasiones antes del ocho de marzo de la gravedad de lo que venía. Ni cuando en la semana siguiente la situación se desbordó. A Sánchez no le importan los médicos, enfermeros y demás personas que se dejan el esfuerzo, la salud y la vida en luchar contra la pandemia. El Tribunal Supremo acaba de sentenciar eso que ellos habían sufrido y el resto ya sabíamos. No le importan más expertos que los que no existen, que es con los que forma su “comité” de la justificación de lo que en cada momento se le ocurre porque le conviene. La pandemia, en sí misma, es solo una aprovechable parte más de esa estrategia más amplia que rige su acción de gobierno. 

Tampoco la quiebra o el paro de los españoles salvo para que a Begoña no le falte su puesto “ad hoc” e injustificado en el Instituto de Empresa y a él el trono monclovita. A Sánchez la pandemia le preocupó en lo estrictamente necesario para que no impidiera sus semanas de vacaciones. En la que posiblemente sea la mejor representación artística del mito de Narciso, Caravaggio nos muestra una imagen en el lago mucho menos bella que la del mito que se mira en él. En la España de hoy, ocurre lo contrario. La estampa de Sánchez es infinitamente peor que la imagen que él ve y la que se empeñan en transmitirnos sus extensiones mediáticas y políticas. ¿Soy duro e injusto? Mucho menos que lo que llevamos y lo que se nos viene.

domingo, 4 de octubre de 2020

Empieza a no gustarme España

Empieza a no gustarme España y eso me duele. Empieza a no gustarme mi país, el de mis ancestros y el que quiero que siga siendo el de mis hijas. Empieza a no gustarme el fervor con el que una y otra vez desenterramos los errores del pasado para volver a echárnoslos en cara, como si los de ahora fuéramos solo un hilo directo, sin mezcolanza, aprendizaje, influencia y mestizaje de lo que otrora fueron quienes nos antecedieron. 


Unos basándolo en la estirpe familiar, como si el árbol familiar constara solo de una rama y no fuera en sí mismo, en metáfora borgiana, un jardín de senderos por los que la savia se bifurca eterna e infinitamente en su creación de vida. Otros partiendo de una interpretación ideológica del pasado bajo mirada con ojos de corta vida y cerebro de aún menor ilustración. Unos y otros aparecen cíclicamente a lo largo de nuestra historia patria, básicamente para jodernos la vida como nación y sociedad. Como país, paisaje y paisanaje, en el lúcido título de aquel lúcido, por descriptivo y premonitorio, artículo que publicó en 1933 el lúcido, por español, por sabio y por escéptico, de Don Miguel de Unamuno.


En momentos de nuestra historia se nos advinieron para recuperar el absolutismo caduco y frenar los avances liberales hacia la modernidad, la libertad y la razón. En otros para retrotraernos a revoluciones sociales de opresión y servidumbre. Romper constituciones que promulgan libertad para gritar “Vivan las cadenas”. Si ese fuera el ADN preponderante en nuestra piel de toro reseca y resquebrajada diría “no me gusta España”. Si solo digo que empieza a no gustarme es porque no creo que, aquí y ahora, como tampoco antes, la mayoría de los españoles seamos así ni queramos la ruptura de la convivencia o la imposición hasta la aniquilación o la expulsión de unos sobre otros. Porque este enfrentamiento nunca fue entre un extremo y otro, sino entre los extremistas -que en unos siglos tienen un pelaje y en otros otro- y los que no lo somos.


Entre totalitarismo y Estado de derecho. Entre absolutismo e imperio de la ley. Entre arbitrariedad y orden democrático. Estos son los planos del enfrentamiento, no entre extremos que nacen y se expanden unos al albur de los otros, retroalimentándose en espiral de irracionalidad. ¿O es que alguien piensa que al 80% de los españoles de los años 30 les importaban una “m” el  marxismo o el fascismo? Sin embargo esa inmensa mayoría se vio arrastrada por unos cuantos visionarios hundepatrias como los que vuelven a aflorar hoy, pensando que venciendo y no convenciendo se puede doblegar  a una sociedad entera para conseguir su Arcadia feliz. Una utopía que básicamente consiste en tener una dacha en las afueras y en igualarnos a todos (salvo ellos) por abajo, no por arriba. Por la miseria, no la prosperidad. Por la servidumbre, no por la libertad. Ha dicho Felipe González que en 78 años de vida nunca ha visto una incertidumbre de la magnitud de la que estamos viendo. Empieza a no gustarme, pero aún nos pertenece a todos.