domingo, 15 de junio de 2014

Pensamientos clandestinos

La esquizofrenia colectiva es un cúmulo de circunstancias sociales que llevan al caos y la improvisación. Un caos que, de puro patético, suele resultar hasta divertido. España vive gravemente inmersa en plena crisis esquizoide. O más que España, sus más altas instituciones, porque el conjunto de los españolitos bastante tienen con intentar salir adelante cada día. En la más alta de las instituciones, con la abdicación del Rey, estamos completando un completo catálogo de estupideces. No por la abdicación en sí sino por cuanto la está rodeando.

Esquizofrenia es mantener un régimen de monarquía parlamentaria pero querer camuflarlo como si de otra cosa se tratara. Sólo así se entiende que la abdicación, que es un acto personalísimo, unívoco e intransferible del monarca se rodee de una parafernalia absurda y artificial. No es normal que quien dé cuenta de la misma no sea el propio Rey sino el presidente del Gobierno.

Menos aún que nuestros Diputados voten sobre ello. Desde el mismo instante en que el Rey firmó su abdicación, dejó de ser Rey y eso ni siquiera es algo revocable por lo que aún no sé qué es lo que sus señorías votaron (demostrando una vez más que la inmensa mayoría son perfectamente prescindibles o sustituibles por un cartón troquelado). Desde luego no la ratificación de la abdicación porque eso no correspondía como bien han expuesto en los últimos días los mejores constitucionalistas de este país, algunos académicos de la lengua y cualquiera con un mínimo de conocimiento y sentido común.

Perplejidad suscita también que a la coronación o entronización del heredero, que eso es lo que se va a producir, se la convierta casi en un acto clandestino. Imagino que para no ofender a los antimonárquicos. Como si eso fuera a servir de algo. No, lo que ocurre es que la hipocresía está tan acendrada en nuestro código genético colectivo que decimos que queremos monarquía pero no podemos mostrarnos orgullosos de ella, igual que tenemos Constitución pero tampoco podemos defenderla con las armas que ella misma establece, frente a los ataques cada vez más desaforados y escandalosos a los que se la somete por los independentistas.

Por último, que no será lo último, sólo cuando desde algunos medios muy concretos se ha forzado, se ha decidido que el nuevo Rey haga un mini recorrido por cuatro calles de Madrid. La austeridad está para otras cosas. ¿O es que aquí sólo se pueden celebrar los éxitos deportivos?

Monarquía o República son válidas, pero mientras no lo cambiemos por cauce y mayoría adecuados, la primera es la que rige porque así lo ratificaron los españoles en el 78 de forma unánime. Como estoy orgulloso de ello y del progreso que, a pesar de los pesares nos ha traído y como me voy calentando mientras escucho, brutales, los acordes de la guitarra de Jimi Hendrix, sin que me dé la gana pedir perdón a nadie, escribo: ¡Viva España!¡Viva nuestro Rey Felipe!

domingo, 8 de junio de 2014

Abdicar

El último domingo de septiembre del pasado año publiqué un Espejo bajo el título “Abdicar o no abdicar”: “Pienso que la sucesión lleva al menos un quinquenio de retraso y que los cambios han de hacerse cuando las cosas van bien. Si no, ocurre lo de ahora. Si el monarca sigue nadie ve en él ni la fuerza ni la representatividad que su prestigio, bien ganado al liderar el tránsito –desde dentro- de la dictadura a la democracia, le daba hasta hace no demasiado tiempo. Si no sigue y cede ahora el testigo, dicen algunos que la patata caliente que deja en manos del Príncipe puede abrasarle las manos apenas sea investido”.

El rey Juan Carlos ha resuelto la disyuntiva y ha abdicado. Lo ha hecho en verdadero encaje de bolillos buscando (quizás entre otras razones no confesadas, ni falta que hace) una fecha en la que la interferencia con la vida política fuera la menor posible y, según se ha argumentado, cuando sus condiciones físicas no fueran especialmente malas. Ha acertado, prestando con su renuncia un nuevo e importante servicio a España. Y a los españoles, porque España no es un ente abstracto ni un etéreo concepto (discutido y discutible dijo alguien), sino una decisión colectiva de convivencia consolidada por la historia y orientada a un futuro de libertad y prosperidad.

Juan Carlos I ha sido un magnífico Rey, uno de los mejores monarcas que hayamos tenido. Su jefatura del Estado ha encarnado la mejor etapa de nuestra historia moderna y contemporánea. Infinitamente mejor que los periodos republicanos que algunos mitifican. Es fácil ponerle peros, siempre lo es, aunque el paso del tiempo agigantará su categoría, los peros quedarán en mera anécdota, diluidos en el olvido.  

Por principio no soy monárquico. Por convicción aquí y ahora sí. Los regímenes hereditarios son anacrónicos y sin embargo no se me ocurre en estos momentos y en esta España una mejor apuesta que la que nos aprestamos a hacer por la continuidad dinástica. En muchos siglos esta es nuestra primera experiencia democrática no fallida. Conservémosla. Son casi 40 años en los que a pesar de nuestras sempiternas pulsiones autodestructivas y de la paulatina degradación del nivel de nuestra política y nuestros políticos aún nada está perdido.

El último servicio es irse a tiempo, ceder el testigo a quien puede dar un nuevo impulso. Cuando su figura sufre su peor estado de erosión, fundamentalmente por graves errores propios, dar el relevo es la salida adecuada, generosa y en servicio a todos los ciudadanos. En eso nada puede aportar más confianza, seguridad y estabilidad que el reinado de Felipe de Borbón. En una arquitectura constitucional en la que el Rey reina pero no gobierna, la persona es el símbolo. Los pueblos requerimos elementos catalizadores, referencias y factores de equilibrio y guía. Juan Carlos, con sus brillantes luces y sus graves sombras, lo ha sido y vuelve a serlo ahora abdicando cuando aún no es demasiado tarde.

domingo, 1 de junio de 2014

Podemos. ¿Queremos?

No recuerdo a quien parafraseaba el anterior director de La Opinión-El Correo de Zamora cuando al proponerme, y ya va para siete años, que dedicara unos minutos en mi semana a escribir estas columnas para los lectores zamoranos. En solo una frase una lección de periodismo, lo importante de una buena columna no es cuánto eres capaz de decir en ella sino cuánto eres capaz de recortar de su extensión sin que lo que quieres decir pierda sentido.

Con mayor o menor éxito según los días he intentado sintetizar en menos de quinientas palabras mi opinión sobre multitud de temas, de actualidad o no, o sobre distintas perspectivas de un mismo tema recurrente que, como las aguas del Guadiana, con relativa frecuencia aflora en el cauce de este personal e intransferible Espejo de Tinta.

El tema en cuestión, como cualquiera que me siga conoce, no es otro que la lucha latente entre la evolución de los tiempos y de los usos y costumbres de la sociedad en que vivimos por un lado y el anquilosamiento de las estructuras de control del poder que, cada vez más férreamente, tratan de mantener en el inmovilismo los pequeños grupos que dominan los dos grandes partidos políticos de nuestro sistema democrático.

Esta lucha, en la que mi pensamiento y palabra militaban ya en los tiempos de mi dedicación a la política, no deja de ser una vez más la lucha entre el bien y el mal. Entre la libertad y la opresión. Entre la democracia y las pulsiones oligárquicas. En esta batalla, el domingo pasado ocurrieron circunstancias tan determinantes que lo que era una jornada electoral más, se transformó en una convulsión que sin llegar a ser la revolución que algunos ven o esperan, traerá más consecuencias de las que otros, asentados burócratas de la política, sospechan.

Una jornada per se especialmente anodina. Una cita a las urnas en la que teníamos que elegir a 54 representantes que se diluirán entre los 751 que se eligen en el conjunto de Europa. Un día en el que apenas cuatro de cada diez convocados a las urnas acudimos a votar, se ha convertido en un vendaval que en varias direcciones remueve a una sociedad donde el cabreo generalizado frente a los políticos aún se toma a rechufla por éstos.

Factores como la fuerza de la televisión y las redes sociales. Elementos como el interés mutuo entre gobierno y oposición mayoritaria por mantener su privilegiado estatus de alternancia controlable. Fracturas como la que separa la España oficial de la España real. El impacto del surgimiento de nuevas fuerzas aglutinadas bajo liderazgos que destacan en una época en la que los líderes individuales son preteridos por la informe, pesada y asfixiante omnipotencia del aparato partidario e institucional. Son circunstancias todas que no soy capaz de resumir en una columna.

En próximos días, con el permiso de los responsables de este mi periódico, les diré qué veo y cómo lo veo. Ampliamente.