domingo, 25 de febrero de 2018

Fragmentos

La primera novela no cronológicamente lineal que leí fue, allá por el bachillerato, “La ciudad y los perros” de Vargas Llosa. La sensación que tuve al avanzar por sus páginas fue la de varias narraciones que, escritas al estilo clásico, habían sido rotas en cientos de pedazos, luego entremezclados, más o menos al azar por el autor. Un experimento sobre la mente del lector. Evidentemente no se trataba de eso sino de algo mucho más importante, pero recuerdo vívidamente aquella sensación.

Esta semana me acerqué, en el barrio de La Horta, hasta el hotel NH Palacio del Duero a contemplar “Las Meninas desde una luz artificial” de Félix de la Concha, una obra expuesta por los buenos oficios de Paco Somoza y en la que el autor ha copiado, desde Estados Unidos y a partir de la imagen virtual en la pantalla de su ordenador, la obra de Velázquez. Son 140 fragmentos pintados al óleo y que unidos forman una reproducción a tamaño real del original expuesto en “El Prado”.

A raíz de la contemplación del todo y de los fragmentos, pensé en mi “Espejo de Tinta” con sus casi ochocientas columnas, distintas y todas la misma, así que pese a mis escasos conocimientos sobre pintura -o quizás especialmente por ello- decidí tomar de un lado la copia del Velázquez y de otro recuperar de mi biblioteca el catálogo dedicado a Félix de la Concha en la 17ª Bienal de Pintura Ciudad de Zamora, del año 2004, para tratar de entender la conexión íntima del artista a partir de dos hitos puntuales. Como entender el Quijote por dos episodios, a Borges por dos de sus cuentos o la Rayuela de Cortázar por dos de sus capítulos.

Ya en la solapa del catálogo leo: “La lucha contra el tiempo propone pintar en el transcurso de un día los efectos de un siglo” y en el interior, en palabras del profesor Hugo Achugar: “Un ojo recorriendo el espacio, eso es la mirada. El tiempo del ojo sobre el espacio”. Referidas ambas citas al ejercicio pictórico llevado a cabo por de la Concha en el Centro de Arte Frick de Pittsburgh (EEUU) en el verano de 2002, consistente en pintar durante seis semanas -A contrarreloj-, veinticuatro paneles  conteniendo elementos de la mansión que sirve de sede y de los exteriores de la misma. 24 paneles, cada uno pintado a una y solo una de las 24 horas del día, con la luz de esa hora concreta. 

Fragmentos, pues, del día y de la casa. Como los del Velázquez. Como los del primer griego que busca en la materia la descomposición en átomos. Comprobaciones, en fin, de si tomando cualesquiera dos fragmentos singulares de una vida, de su unión es posible extrapolar una historia, un trazo básicamente coherente. Eso somos, millones de fragmentos unidos por un plasma glial que nos recuerdan, en palabras de Vargas Llosa, que “el mundo de la ficción crea un orden que no existe en la realidad”.

domingo, 18 de febrero de 2018

Género

Con las cuestiones de lo políticamente correcto, sobre todo a partir de la universalización de la inmediatez de los medios de comunicación y las nuevas tecnologías, viene ocurriendo que, de repente, sale a la palestra un asunto, probablemente latente desde hacía años, décadas o milenios y todo el mundo se lanza a pontificar sin pararse en análisis previo alguno. Así ocurre que lo que podía ser una mejora no solo conveniente sino necesaria o imprescindible de una situación, se convierte en un circo mediático. Simplemente porque se pone de moda y en ese escenario, normalmente, a quien más alto se escucha es al que dice la mayor tontería o expele el exabrupto más estridente.

Que hombres y mujeres somos físicamente distintos desde el mismo momento de la concepción es algo tan indiscutible y obvio que viene dado por la propia distribución de  cromosomas en uno y otro caso dentro de la célula. Que ello haya de dar como consecuencia una diferenciación de lo que en antropología se denomina “género y jerarquía”, en las relaciones familiares o en las sociales, resulta del todo fuera de lugar. 

Así deberíamos entenderlo en nuestro avanzado estado de civilización occidental, distinto y pese a sus carencias, superior a ningún otro de los estadios previos en cualquier lugar. Pero tampoco podemos caer en tratar de auscultar la historia bajo los criterios actuales cuando en asuntos como el que nos atañe, la relación hombre mujer ha sido distinta en ciertas zonas de África o en el norte de la India fruto de algo tan coyuntural como que en las labores agrícolas se utilizaran el arado o la azada.

Como ocurre con frecuencia, hasta las cuestiones físicamente más obvias o psicológicamente más evidentes son cuestionadas por interés, ignorancia o despropósito. Y como toda acción suele conllevar una reacción, habitualmente de fuerza cercana pero hacia el otro lado, nos bandeamos en péndulo, por mucho que tan injustificado esté pasarse por uno u otro lado y poco o nada ayude a llevar al justo equilibrio el tensar por un extremo justificando en que hasta ese momento el desequilibrio era hacia el opuesto.

En este último terreno se mueven ahora algunos, con las polémicas, de la deformación del lenguaje, como si forzando las palabras pudiéramos ayudar a educar actitudes o mentalidades retrógradas. Con la utilización no siempre objetiva de las comparativas de la brecha salarial utilizando bases no homogéneas o en cuantía o en cualidad del trabajo desarrollado. De la búsqueda de igualdad en la presencia masculina y femenina en todo tipo de órganos de representación o desarrollos profesionales, sin reconocer en paralelo que objetivamente, de manera afortunada y con normalidad, hay ya importantes avances en la senda a seguir.

Trabajar por la igualdad de oportunidades individuales con independencia del género y  luchar contra cualquier discriminación es esencial. Forzar absurdos resta posibilidades a un compromiso del que, como hombres y mujeres del siglo XXI y, en mi caso, padre de dos mujeres, tenemos la obligación de no abdicar.

domingo, 11 de febrero de 2018

¿Nos quiere salvajes?

En los lugares más inhóspitos de la tierra. En las cumbres más altas donde la concentración de oxígeno supera nuestra capacidad pulmonar; en los fondos abisales donde no llega la luz del sol; en el seco desierto que abrasa de día y congela en la noche; en el hielo de las zonas polaress que durante muchos meses del año permanecen cubiertas del bello, blanco y aparentemente estéril manto blanco; en el fondo de una gruta, en una ciénaga o en una balsa de azufre, la vida existe en múltiples y diversas formas. Desde las más simples y primitivas hasta las más complejas y evolucionadas. Tal vez todo sea una simple demostración de que el objetivo de la vida, que tanto hace que se devanen nuestros humanos sesos sea, simple y llanamente, la propia continuidad de la misma vida. La vida, causa y objetivo de sí misma.

Darwin puso la primera piedra del paradigma naturalista vigente con su Teoría de la Evolución de las Especies. El código genético universal de la vida responde a unos principios básicos, el fundamental de los cuales consiste en que no son los individuos más fuertes de cualquier especie, ni los más grandes, los más rápidos o los más “inteligentes”, los que perviven y mejor transfieren la herencia genética a sus sucesores. Los que trascienden, nos dice Darwin, son los más adaptativos. Aquellos que utilizan sus cualidades naturales intrínsecas con “inteligencia natural” para adaptarse a las constantemente cambiantes circunstancias del medio en el que habitan.

Es ese mismo elemento adaptativo el que permite la existencia y pervivencia de la especie humana que representamos y que contiene el más sustancial hecho diferencial frente a cualquier otra especie del planeta, la inteligencia -o si se prefiere-, la consciencia de sí mismo que el ser humano posee y que lo hace tener esa relación tan especial con el resto de miembros de su propia especie así como con la naturaleza en su conjunto. Como ser vivo, el hombre ha sabido adaptarse a existir en buena parte de los medios más hostiles. Desde los hombres del Himalaya a los bereberes del Sáhara; de los inuits de Groenlandia o los samis de Laponia a los integrantes de los más primitivos pueblos de la Polinesia, el hombre conquista el medio, se asienta y en menor o mayor medida se desarrolla en él, evolucionando no tanto física como culturalmente en eso que hemos llamado la “civilización”. 

Con ello trasciende y proyecta hacia el futuro la permanencia de la especie, cuestión distinta de la de cada individuo. En esto último, nos preguntamos con frecuencia por qué tenemos reiteradamente esa impresión de que por muerte natural desaparecen antes los buenos que los malos. O que las enfermedades más terribles dañan más, más rápidamente y con resultados predestinadamente más funestos a aquellos que consideramos buenas personas que a quienes tomamos por más “inhumanos”, sin escrúpulos o salvajes. Quizás sea que la civilización nos ayuda a vivir mejor como sociedad, pero la naturaleza nos prefiera salvajes como parte de ella.

domingo, 4 de febrero de 2018

12.80, 15:30...

El viernes por la tarde, esporádico ritual, pagué por unas apuestas de lotería aún sabiendo que es menos que ínfima la probabilidad de que una de las veces me toque un premio importante. 

De allí acudí al “Lupa” a comprar unas cuantas cosas. Al pasar por la caja, la pequeña pantalla a mi vista y la voz de la amable cajera a mi oído cantaron 12.80, doce ochenta. Entre todas las cantidades de cuatro dígitos posibles, dos enteros y dos decimales, precisamente ésa. Sorprendidos, la chica y yo nos quedamos inmóviles apenas un par de segundos, tiempo corto pero suficiente para que ambos fuéramos conscientes de que algo “extraño” había ocurrido. 
  • Doce ochenta, repetí en voz alta. 
  • ¿No es esa la misma cantidad que ha pagado la anterior clienta?, inquirí lentamente. 
  • También a mí me ha sorprendido, me he quedado parada por un momento, porque me ha chocado, no sé si era la misma, pero si no, era algo muy parecido, me contestó.
¿Qué probabilidad existe de que algo así te ocurra una vez en la vida?, salí pensando. De que entre todos los miles de productos y precios, dos personas que se alinean una tras la otra, en una de las dos filas operativas, hayan elegido las referencias exactas como para que el sumatorio de ambas sea el mismo hasta el nivel del céntimo.

Pensé inmediatamente cómo cuantificar la probabilidad de que un accidente ocurra, de que un vehículo se encuentre con otro en el punto único y el instante exacto en que puede producirse una colisión de ambos.. De que un automóvil se interpone en la trayectoria de una moto justo en el segundo en que no hay capacidad de reacción para evitar el impacto. O de que una célula tan sana como todas las que la rodean mute de repente e irreversiblemente a cancerígena o una vena del cerebro rompa o colapse.

¿Cómo la probabilidad rige la vida? ¿Caos u orden? Los cálculos más complejos en mecánica cuántica se basan no en la certeza de que un suceso haya de producirse sino en la probabilidad de que un electrón esté en un punto y no en otro, en un instante preciso de su veloz y permanente movimiento en el núcleo del átomo. Espacio-tiempo.

La intrigada trabajadora del supermercado comprobó -antes de que yo me marchara y mientras bromeaba con el siguiente cliente- en la copia del anterior ticket de caja lo que sabíamos ya, se repetía la improbable cifra de doce con ochenta. El resguardo de la lotería terminó, sin embargo, en la papelera.

Solo un espermatozoide entre millones logra llegar al óvulo y fecundarlo para crear una nueva vida única y distinta a todas las que ha habido, a las que habrá y a las que nunca serán. Millones de circunstancias la irán después moldeando. En la vida y en la muerte, probablemente sea cierto que somos mera probabilidad, pero es tan frío y poco poético pensarlo así. A Óscar Sastre, “in memoriam”.