La primera novela no cronológicamente lineal que leí fue, allá por el bachillerato, “La ciudad y los perros” de Vargas Llosa. La sensación que tuve al avanzar por sus páginas fue la de varias narraciones que, escritas al estilo clásico, habían sido rotas en cientos de pedazos, luego entremezclados, más o menos al azar por el autor. Un experimento sobre la mente del lector. Evidentemente no se trataba de eso sino de algo mucho más importante, pero recuerdo vívidamente aquella sensación.
Esta semana me acerqué, en el barrio de La Horta, hasta el hotel NH Palacio del Duero a contemplar “Las Meninas desde una luz artificial” de Félix de la Concha, una obra expuesta por los buenos oficios de Paco Somoza y en la que el autor ha copiado, desde Estados Unidos y a partir de la imagen virtual en la pantalla de su ordenador, la obra de Velázquez. Son 140 fragmentos pintados al óleo y que unidos forman una reproducción a tamaño real del original expuesto en “El Prado”.
A raíz de la contemplación del todo y de los fragmentos, pensé en mi “Espejo de Tinta” con sus casi ochocientas columnas, distintas y todas la misma, así que pese a mis escasos conocimientos sobre pintura -o quizás especialmente por ello- decidí tomar de un lado la copia del Velázquez y de otro recuperar de mi biblioteca el catálogo dedicado a Félix de la Concha en la 17ª Bienal de Pintura Ciudad de Zamora, del año 2004, para tratar de entender la conexión íntima del artista a partir de dos hitos puntuales. Como entender el Quijote por dos episodios, a Borges por dos de sus cuentos o la Rayuela de Cortázar por dos de sus capítulos.
Ya en la solapa del catálogo leo: “La lucha contra el tiempo propone pintar en el transcurso de un día los efectos de un siglo” y en el interior, en palabras del profesor Hugo Achugar: “Un ojo recorriendo el espacio, eso es la mirada. El tiempo del ojo sobre el espacio”. Referidas ambas citas al ejercicio pictórico llevado a cabo por de la Concha en el Centro de Arte Frick de Pittsburgh (EEUU) en el verano de 2002, consistente en pintar durante seis semanas -A contrarreloj-, veinticuatro paneles conteniendo elementos de la mansión que sirve de sede y de los exteriores de la misma. 24 paneles, cada uno pintado a una y solo una de las 24 horas del día, con la luz de esa hora concreta.
Fragmentos, pues, del día y de la casa. Como los del Velázquez. Como los del primer griego que busca en la materia la descomposición en átomos. Comprobaciones, en fin, de si tomando cualesquiera dos fragmentos singulares de una vida, de su unión es posible extrapolar una historia, un trazo básicamente coherente. Eso somos, millones de fragmentos unidos por un plasma glial que nos recuerdan, en palabras de Vargas Llosa, que “el mundo de la ficción crea un orden que no existe en la realidad”.