domingo, 29 de marzo de 2020

El hombre que no quiso ser ministro (I)

Con la inmediatez que permiten hoy las redes sociales, iniciaba una entrada en mi muro de Facebook esta semana diciendo que el COVID19 se llevó a un gran y entregado profesional, un extraordinario gestor, siempre discreto en su actuación y brillante en sus resultados. Un gran defensor de Zamora, alguien que siempre tuvo su puerta abierta y su disposición presta para cualquier proyecto con el que poder ayudar a nuestra provincia. En resumen, aunque él no se considerara tal, un “político” con mayúsculas. Pero sobre todo "Pepe" era un hombre bueno. Un hombre hecho a sí mismo, siempre agradecido a las ayudas que tuvo para poder estudiar y salir adelante desde niño en su pueblo natal, Morales del Rey, donde estuvo por última vez hace poco más de una semana.

El coronavirus ha provocado la marcha antes de tiempo de José (Pepe) Folgado, alguien que era en grado superlativo todo eso que señalo en el párrafo anterior como saben todos aquellos que en cualquier faceta de su vida tuvieron ocasión de conocerlo y tratarlo. Folgado era, si mi memoria no me falla pues a ella y a mis conversaciones de hace años con él fío lo que voy a escribir, funcionario del Estado, donde comenzó su carrera profesional en el antiguo Instituto Nacional de Industria. Fichado después para crear el servicio de estudios económicos de Rumasa, de donde pasó a dirigir el servicio de estudios económicos de CEOE.

Allí permaneció 17 años hasta que un día de 1996 José María Aznar, recién elegido presidente del Gobierno lo llamó a su despacho no por casualidad para preguntarle qué puesto quería ocupar en su gobierno. Desde la llegada a Madrid de Aznar y su nuevo equipo, con Rato y Cascos como hombres fuertes, Folgado había sido el “profesor” a cuyo despacho durante meses acudían cada mañana temprano para trabajar sobre macro y microeconomía y así conformar la alternativa económica que España necesitaba para dar el salto adelante definitivo hacia Europa. Comenzaba así la segunda parte de su vida profesional en la que en lugar de optar por el brillo de un ministerio lo hizo por la responsabilidad mucho menos lucida de la sala de máquinas del Estado y pidió ser Secretario de Estado de Presupuestos y Gasto Público. En la siguiente legislatura pasaría a serlo de Industria, Energía y Pequeña y Mediana Empresa. Más tarde alcalde de Tres Cantos y finalmente presidente de Red Eléctrica de España.

En aquel momento de 1996, Aznar le encomendó coordinar el equipo que permitiera a España cumplir los criterios de Maastrich para poder entrar de pleno derecho en la primera división de la Unión Europea cuando solo quedaba un año para el límite y cuando no cumplíamos ni uno solo de esos requisitos. Y cumplió, porque José Folgado era cumplidor con el deber y con las responsabilidades conferidas. Y abnegado,  humilde, generoso y agradecido, pero de eso hablaré en la próxima columna, y de cómo es el político que desde Madrid más ha hecho por Zamora desde la transición o, quizás, el único que ha hecho cosas relevantes… Descansa en paz, Pepe.

domingo, 22 de marzo de 2020

Caminar por el alambre

El mundo en el que vivimos es el más seguro que haya conocido nunca el hombre y sin embargo sigue lleno de riesgos a cada paso que damos, a cada segundo que pasa. Todos provienen de -y tienen como consecuencia- la indefectible temporalidad de nuestra existencia. Un riesgo primigenio que, por el mero hecho de ser ya hemos vencido, es el propio milagro de nuestra existencia humana. La concatenación de acontecimientos que han de darse para que cada uno de nosotros seamos. Para que el espermatozoide de un hombre concreto llegue a fecundar el óvulo de una mujer determinada. Para que ambas cargas de información genética confluyan en un nuevo código resultado del producto de ambas, prácticamente igual a ellos y a la vez completamente distinto. Superada esa primera prueba, todo lo que viene después es casi superfluo y desde luego, aunque prefiramos olvidarlo -quizás para no volvernos aún más locos- cuenta con un grado de probabilidad infinitamente mayor.

Nos hemos acostumbrado a caminar por la vida como si de una ancha y recta avenida se tratara. El avance científico y tecnológico, el control de las fuerzas de la naturaleza, la puesta a salvo y el dominio de las otras especies animales, el aprovechamiento de los recursos, tanto los naturales como los que son fruto de nuestra creación, han hecho que nos sintamos seguros y a salvo excepto de circunstancias aisladas, fatídicas. Nos hemos hecho a medir estadísticamente los riesgos en “casos por millón” y a que los males letales les afecten a otros, en otras latitudes, con otras ocupaciones, de otras edades… 

“Aunque los océanos nos separen, nos une la misma luna” rotula Inditex los envíos de ayuda sanitaria para luchar contra el Coronavirus. Aunque los océanos, o un tabique o una ideología, nos separen, nos une la misma luna, el mismo principio y el mismo fin. 

De vez en cuando el inestable equilibrio de la vida se rompe y su estruendo nos recuerda, a veces a uno de nosotros, a veces a todos nosotros, que no somos dioses. “Ecce homo”, he aquí el hombre. Entonces nos asustamos, el duro suelo se torna en fango de arenas movedizas, los dinteles en refugio, las miradas en sospecha, las sonrisas en bálsamo lejano que no cura las heridas. Y entonces, solo entonces, comprendemos que no somos el sheriff que, revólver en cartuchera, brazos en jarras, camina seguro y arrogante por el centro de la avenida, sino el funambulista inexperto que se tambalea en el alambre a cada paso dudando de si la red que se extiende bajo sus pies resistirá o cederá. 

Momentos de cuidarse. De ser conscientes de que la libertad individual implica responsabilidad para con los demás. Mi homenaje para quienes desde cada ocupación están luchando y arriesgándose por los demás, vaya en los versos con los que Agustín García Calvo sella su poema “El mundo que yo no viva”: “Ese mundo no es el mío: /es el tuyo: el que en tus pupilas/ hundido está desde siempre/y no lo alcanza mi vista./A ese mundo quisiera entrar,/antes que suene la hora/ -ay- de mi vida”. ¡Gracias!

domingo, 15 de marzo de 2020

Estado de responsabilidad

No voy a predicar sobre la necesidad de cumplir con las medidas establecidas por el Gobierno ni con las que dicta el sentido común. No voy a predicar sobre eso porque ya todos somos lo suficientemente mayorcitos, formados e informados, como para entender el alcance de lo que puede suponer el coronavirus si, por nosotros y por los demás, no hacemos lo que corresponde, esto es, actuar con responsabilidad individual y con deseo de hacer el bien y no el mal al prójimo, que a veces resulta ser alguien lejano y desconocido y a veces alguien muy próximo y querido.

Sobre esto llenarán las páginas y los minutos en los medios de comunicación y en las redes sociales quienes hace solo cuatro días consideraban que esto era una mera tontería pasajera. Y es que la gran mayoría de quienes tenían la información de la que carecíamos el conjunto de la población trataban de llevarnos a todos en volandas a unas concentraciones públicas de esas que les gustan, de las de los abrazos, los besos, la sonrisa perenne porque el mundo es de color de rosa y somos los más guays entre los guays. Para el totalitario de convicción, formación o influencia, es decir, para el que, sabiéndolo o sin saberlo, bebe de las fuentes del marxismo, bajo el nombre que se le quiera dar, a la derecha o a la izquierda del espectro político, la ideología debe anteponerse a todo lo demás. Y de ahí precisamente han venido las peores hecatombes que ha sufrido la especie humana.

Lo cierto es que nunca antes, en la memoria de las generaciones hoy existentes en España, hemos vivido una situación parecida, de ahí el estado latente entre el shock y la incredulidad con lo que está pasando. Y de ello un par de lecciones que deben extraer nuestros gobernantes pero que sobre todo hemos de interiorizar cada ciudadano. La primera es que está muy bien tratar de cambiar el mundo desde las ideologías pero siempre que estas no nos cieguen en la gestión del día a día o sirvan para camuflar o esconder la realidad tras el subterfugio de una utopía que precisamente por ser imposible se llama utopía. La segunda, que deberíamos desconfiar siempre, y cada vez lo hacemos menos, de los mesías que nos conducen solo con las palabras que queremos escuchar, con las que suenan a nuestros oídos suaves como el siseo de la víbora deslizándose por el suelo.

Fiémonos más de quien nos advierte con sosiego, conocimiento e inteligencia de los riesgos y oportunidades con los que vivimos y menos a los que, atronadores, predican el alarmismo en grandes manifestaciones cuando no ostentan el poder o necesitan de la fuerza para doblegarlo en su favor y luego callan o condenan al ostracismo a quienes levantan mínimamente la voz para decir, cuando ellos tienen el poder, que no todo es de color rosa. Por lo demás, paciencia, colaboración y responsabilidad por lo colectivo en el ejercicio de nuestra sagrada libertad individual. Y respeto y apoyo incondicional a los profesionales que, en todos los ámbitos, nos ayudarán que esto se resuelva lo mejor y lo antes posible.

lunes, 9 de marzo de 2020

Monte la Reina

Apenas ha concluido el Ejército el estudio sobre la idoneidad de Monte la Reina para recuperar su uso militar permanente y aquí ya todo el mundo (institucional) presume de escapar el primero de cualquier implicación económica para conseguir el proyecto o agilizar su ejecución. “No creo que ni se atrevan a pedirnos dinero”, hemos oído a nuestro alcalde.

Una vez más los zamoranos -los representantes son solo el vivo reflejo de la sociedad que los elige- destacando como el mejor coro de plañideras de España. Tras años de mirar para otro lado, nuestros políticos llevan los últimos meses lloriqueando por las esquinas por la brutal despoblación de este trozo de la que ahora descubren como “la España vaciada”. Pero no ha sido suficiente caerse del caballo ante la imposibilidad ya de negar la evidencia y obligados por la aparición de “competencia” desde la sociedad civil que tiene claro que el de la despoblación, el envejecimiento de la población, el éxodo y mantener las menores tasas de actividad económica de toda España son el verdadero, gran y terrible problema que nos acucia y amenaza a corto y largo plazo. Las lágrimas de algunos son de cocodrilo. Las buenas intenciones se acaban en cuanto surge el temor de que para sacar adelante el mejor proyecto posible ahora mismo para frenar el declive de nuestra provincia, sea necesario que cada institución aporte algo. 

Liderar el proyecto, si es que es real, le corresponde al gobierno de España. También financiarlo, entre otras cosas con el rendimiento que obtengan de la venta de otros suelos que dejarían de usarse. Pero la principal obligación de Junta de Castilla y León, Diputación y Ayuntamientos más beneficiados, es ofrecerse a colaborar incluso antes de que eso se plantee. ¿Que por qué? Porque los que vendrán, mucho más jóvenes que la media de edad actual, supondrán el primer incremento de población desde 2008 para la capital (más beneficiada incluso que la propia Toro) y el primer hito desde hace décadas que atenuaría la pérdida de habitantes de la provincia. Porque traen riqueza, consumo, actividad y vida. Porque llorar después no sirve de nada.

Sé que esto que escribo, como cualquier opinión que se salga de la apacible siesta en que nos vamos muriendo, como cualquier propuesta que plantee abandonar la tónica y la túnica de la resignación y los lamentos estériles, generará el rechazo de muchos de los lectores habituales de estas páginas. Olvidan que proponer la colaboración en la medida del esfuerzo posible y razonable es la mejor forma de sentarse a la mesa de negociación y del impulso. De participar en convertir en real algo que puede quedarse si no en una quimera más.

No respeto a Guarido, a del Bien, a Requejo, ni a San Damián y Fernández Mañueco si no dan de inmediato un paso al frente, sin esperar a que los llamen, exigen formar parte del proyecto y ofrecen arrimar el hombro por la provincia. Es mi opinión, seguro minoritaria, pero no la cambio por otras que aplauden no sé qué orgullos cutres mientras el sudario nos va cubriendo. Zamora, siempre Zamora.