domingo, 27 de enero de 2019

Grita Venezuela

El 30 de julio de 2017 publiqué en estas mismas páginas la columna “Habla Venezuela”, escrita el día anterior desde la terraza con vistas al mar de la habitación 508 de un hospital de Salamanca, en vísperas de elecciones en Venezuela. 

Vuelvo a hacer mías cada una de las palabras allí agrupadas, sobre un país magnífico, con una gente noble y espléndida, pleno de los más valiosos recursos minerales, agrícolas y medioambientales. Un país llamado a liderar el turismo y la economía de su continente y a mantener un papel preponderante en la aldea global que hoy, más que nunca, es el mundo. Un país, sin embargo, en el que el comunismo versión populista, la demagogia, el totalitarismo, la ineficacia y el latrocinio, han conformado una mezcla capaz de envenenar, corroer y destruir cualquier entorno en la que se deje fermentar. Un país en el que el idealismo de muchos ciudadanos y funcionarios públicos ha servido de tapadera o trampantojo durante demasiado tiempo para la corrupción de los sátrapas que han generado la miseria material y moral en la que con los años se ha ahogado Venezuela.

Hace tres años estuve en Caracas por última vez. Un viaje relámpago para una estancia de apenas 24 horas en la que pude comprobar de primera mano la irreversible caída. La habitación de un modesto hotel por la que en caso de hacerlo con tarjeta de crédito, al cambio oficial se pagaba el equivalente a 500 dólares, costaba menos de 50 si el pago era en efectivo con dólar o euro. Menos incluso si el cambio de divisas se hacía fuera del conducto oficial con un particular (o con los propios policías del aeropuerto). Si en mis anteriores viajes aún había hablado con taxistas -los menos- que defendían el régimen, en ese último no encontré a ninguno. Las tiendas vacías de productos de consumo y el trapicheo callejero en puestos de comida y algunos enseres de primera necesidad eran los escasos restos de actividad comercial que quedaban.

Cené con un funcionario público que me mostró cómo hasta los altos cargos de la administración funcionaban en su día a día con una aplicación de móvil “mydolar” para conocer en cada momento el tipo de conversión dólar-bolívar que regía en el mercado negro, que ya en ese momento, como ahora, era el único mercado de cambio de divisas realmente existente. Al día siguiente me reuní con el presidente de la segunda mayor empresa pública del país (solo superada por la monopolística petrolera PDVESA), quien solo pudo manifestar su impotencia, adjetivada con su fe en el espíritu revolucionario de Simón Bolívar y el difunto Chávez, ni siquiera incluyó al presidente Maduro.

Hoy el pueblo de Venezuela no habla, aun con miedo ya grita y debemos escucharlo y respaldarlo cuando -termino esta como aquella otra columna-, toma la palabra para reconquistar su destino y defenderse de quienes se han apropiado indebidamente de las esperanzas, ilusiones y recursos de su nación y del uso mismo de la palabra pueblo. Ánimo y suerte, hermanos.

domingo, 20 de enero de 2019

Carga eléctrica

Ni en los extremos están todos los defectos ni en el centro está siempre la virtud pero no se defienden mejor los propios principios, tensando la cuerda para distanciarse del resto sino profundizando en ellos, buscando en sus raíces su sentido último y su original razón de ser. Los dos extremos de un imán llevan cargas eléctricas opuestas. Positiva uno, negativa el otro. Opuestas pero a la vez absolutamente complementarias. Se necesitan, se atraen y se complementan hasta poder soldarse la una a la otra.

Navegamos por mares de olas fluctuantes en los que pasamos sin solución de continuidad de momentos en los que en aras a la corrección política, reduccionista y mal entendida, solo se acepta una única idea de la convivencia y no encuentra sitio quien se aparte de ese eje, a otros en los que se impone el enfrentamiento radical entre unos y otros en destructiva espiral de reafirmación de las posiciones propias e intolerancia suprema ante las que no coinciden.

En este contexto si lo primero lleva al adormecimiento y debilitación de la democracia, a la corrupción y el abuso por parte de quienes controlan la parte alta de la pirámide del poder, lo segundo lleva al enfrentamiento, la radicalización de las facciones sociales, la ruptura, el mesianismo y, en no pocas ocasiones a desembocar en cualquiera de las diferentes formas que adopta la hidra del totalitarismo.

No es fácil abstraerse a la atmósfera cargada de electricidad estática que vive la política española y que se va extendiendo al conjunto de la sociedad. Ni siquiera territorios tan marginales, por desgracia, en otras cuestiones como nuestra provincia quedan a salvo de la generalización de un clima de glorificación de aquello que nos separa frente a aquello que debería unirnos para construir un futuro razonablemente próspero.

En Zamora, mejor que en ningún otro lugar, debemos saber que solo buscando, y encontrando, puntos de confluencia sobre objetivos comunes e ideas compartidas, más que sobre ideologías diferenciadoras, mejoraremos nuestro día a día. Las zonas de intersección nos ayudarán más que las líneas secantes a frenar el declive que nos conduce al abismo.

Así mientras unos pregonan que su paraíso, es decir el gobierno de España no se alcanza sino por la fuerza de la conquista a modo de cruzada (o anti-cruzada), otros nos anuncian el inicio de otra reconquista (ésta no contra el invasor sino contra nosotros mismos como sociedad) y varios terceros se miran el ombligo, qué quieren que les diga, yo estoy más con el abrazo de los Viriatos en torno a Zamora, con Zamora 10 y el apoyo a emprendedores y proyectos de desarrollo. El del conjunto de los zamoranos -ya tantos en la provincia como en el “exilio”- que quiere hablar de su futuro y el de sus hijos y nietos con respeto pero con exigencia y no aceptan sin más leer, por ejemplo, que la producción hidroeléctrica en la provincia bate récord en beneficio de España mientras los presupuestos de España baten récord en beneficio de otras regiones, siempre las mismas, y en detrimento de Zamora.

domingo, 13 de enero de 2019

Un velero llamado Semuret

Sé que a ninguno de mis lectores habituales le sorprenderá mi admiración por el gremio de los libreros y, en cierto sentido, mi envidia hacia ellos por dedicar su vida a navegar por mares de papel, por siempre nuevos y siempre viejos catálogos editoriales, por entre los anaqueles y estanterías en los que lucen los lomos de miles de libros a la espera de que unos ojos se fijen, unas manos se posen, un deseo se satisfaga en ellos.

En tanto se van cumpliendo años, quemando páginas del libro de la vida, descubrimos que los placeres más sofisticados suelen ser los más sencillos. Cuando vi por primera vez la magnífica película “Sabrina” me sorprendió la declaración del padre de la protagonista dando a entender que aunque habría podido dedicarse a profesiones mucho más lucrativas y de prestigio, había decidido trabajar como chófer de un rico empresario porque ese trabajo le permite ganarse la vida en una actividad que le deja la mayor parte del tiempo para dedicarlo a aquello que más le gusta, leer. 

Más me sorprende comprobar lo esponjoso de las capas de nuestro cerebro almacenando la información de forma que ésta queda oculta al fondo de algún pasillo sin salida del laberinto neuronal o bien aflora con facilidad como si permanentemente estuviera fijada en la superficie de las capas más recientes por años que pasen. Esos pocos fotogramas han estado siempre mucho más presentes en mi memoria que el resto de la película y de muchas otras películas.

Un siglo hace que Ramón y Cajal dijera que investigar en España es llorar. Un siglo después la expresión es perfectamente extensible a unas cuantas actividades más, fundamentalmente vinculadas a la cultura. Entre otros, cansados de llorar los libreros -artesanos, consejeros, confidentes, buscadores de tesoros y preservadores de secretos- van perdiendo el paso y la ilusión.

Reponedores de estanterías en los “superermercados de libros”, que igual podrían venderte un par de zapatos chinos o unos calzoncillos de marca que la Divina Comedia de Dante, por un lado y los gigantes del comercio por Internet por otro, se ocupan ahora de poner ante nuestros ojos aquello que “debemos leer” según el interés de los grandes emporios editoriales.

El posible cierre -confiemos en que se quede en traspaso- de la librería Semuret, tras 118 años siendo puerta de entrada al corazón del Casco Histórico zamorano, con su embriagador aroma a papel viejo, sus estantes abigarrados en aparente desorden, sus pilas de libros haciéndose hueco a codazos para atraer la atención del expedicionario  lector que pasea su mirada por ellos y sus singulares escaparates, ha sido la peor noticia de la semana., símbolo de demasiadas cosas malas que pasan en Zamora.

Toca arriar las velas para Luis González. Más que mi homenaje, mi agradecimiento se escribe con el bello nombre de su establecimiento grabado en la primera letra de cada párrafo de esta columna, como en el lomo de los libros por los que mis ojos, ahora más llorosos, han navegado alegres y vivaces tantas y tantas veces.

domingo, 6 de enero de 2019

El milagro

La parte racional de mi mente confía más en los datos fríos de las estadísticas y en el cálido análisis que de los mismos se puede hacer que en el advenimiento de los milagros. Aunque comparto con el psicólogo, lingüista y escritor canadiense Steven Pinker (“La tabla rasa”, 2002) la convicción de que el elemento biológico tiene tanta influencia en muchos aspectos de nuestro carácter como el aprendizaje cultural, pienso que la experiencia manda sobre nosotros y condiciona nuestros pensamientos y actitudes ante la vida de manera notable. Solo una vez pedí, esperé, anhelé un milagro y conmigo mucha gente pidió por él en más puntos del globo de los que se puedan imaginar, sin éxito alguno, así que tras ese ciento por ciento de efectividad, no hay una sola sinapsis en el juego de mis neuronas que apunte en la dirección de los milagros.

Picasso, que no es precisamente de los creadores con menos obra ni de menos calidad, decía confiar en la inspiración pero añadía que precisamente por eso trataba de que cuando ésta le llegase lo pillara trabajando. En España, tierra fértil en discursos de barra y tratados filosóficos de corrillo y tertulia solanera mantenemos como uno de nuestros proverbios de cabecera aquel de que “a Dios rogando y con el mazo dando” que, como ajustadamente describe la biblioteca del Centro Virtual Cervantes, significa que cuando deseamos algo, está bien encomendarse a Dios, a la Providencia -o a los astros, añadiría yo- pero haciendo a la vez todo lo que esté en nuestra mano por lograr lo que pretendemos. 

Sus Majestades de Oriente, a los que serví de embajador, hizo ayer 23 años, labor por la que me premiaron aquel día con el mejor regalo de mi vida, han anticipado este año su llegada a Zamora de la mano de la plataforma Viriatos, sabiendo bien lo necesitados que estamos de magia e inspiración para descongelar nuestros gélidos datos socioeconómicos y apaciguar las quemaduras que en la piel de nuestra provincia provoca cualquier análisis de los mismos. El viernes recogían en el centro de la capital los deseos de los zamoranos y allí mismo les era entregado por la plataforma en forma de carta el deseo que hoy da título a esta columna, un milagro para Zamora.

Una buena iniciativa, como las que vienen desarrollando en estos meses desde su germinación en el seno de la sociedad y el pequeño comercio y que se añade a la otra gran iniciativa de la sociedad civil zamorana, Zamora 10. Dos formas complementarias de favorecer que el día que la inspiración llegue nos pille trabajando y de que los mensajes, enviados en botellas o entregados en mano, surtan su efecto. Mi deseo para el año que comenzamos no es de más milagro que el del día a día, y de que todos nos apliquemos, cada uno desde el ámbito en el que estemos, para dar con el mazo, a las negras pero aún no irreversibles inercias que sumergen a Zamora en el abismo. Salud y fuerza, amigos.