domingo, 16 de agosto de 2015

El mal en sí mismo

De vez en cuando la televisión nos saca de nuestra ensoñación. Los periódicos derraman tinta negra tratando de reflejar en letras dramas de sangre roja trágicamente derramada.

A veces ocurre lejos de nuestros hogares y lo vemos perdido en la nebulosa del tiempo o del espacio. Otras sucede casi a nuestro lado y entonces se nos eriza el vello o se nos abren las carnes. O nos ponemos en la piel de las víctimas o sus más cercanos y las lágrimas del horror y la incomprensión fluyen de nuestros ojos.

¿Por qué, por qué? Nos preguntamos con frecuencia, repitiendo una letanía para la que no encontramos más respuesta que la que no queremos aceptar.

Con el avance de la civilización vivimos cada vez más inmersos en la fantasía de un mundo pacífico, beatífico y feliz. Tranquilizamos nuestro espíritu y alejamos los miedos inherentes al propio hecho de existir pensándonos a salvo de ciertas atrocidades. Sólo las enfermedades o los accidentes entran en el espectro de lo que nos puede dañar, aquello que puede romper el hilo natural de nuestra vida. Pero el mundo no es así, porque la humanidad no lo es.

El hombre es lobo para el hombre dejó escrito Thomas Hobbes. Es mucho más humano -entendido sin embargo en ese sentido- el comportamiento el lobo que el del hombre cuando se transforma en alimaña. En bestia furibunda, en concreta y tangible representación del mal.

La civilización hace al hombre más humano, más social y más sociable. La plasmación de los derechos humanos en el acervo colectivo, el reconocimiento de la negociación y el rechazo a la violencia se generalizan no sin pasos atrás salpicando el camino. Tendemos al bien, lo cual no evitará que nos demos de bruces con el mal.

El mal existe. Por sí mismo, en sí mismo y tomando cuerpo en ciertas mentes y  corazones. No, el asesino, el genocida, el delincuente sexual, el pedófilo, no son víctimas ni de la sociedad, ni de las circunstancias, el entorno o la vida misma.

El asesino de las jóvenes de Cuenca. Los padres naturales detenidos por abusos sexuales y malos tratos a su bebé de cuatro meses. Los padres adoptivos de la niña Asumta. Carcaño y las hienas que acabaron con la vida de Marta del Castillo y siguen acabando día a día con la de sus padres, mofándose de la Justicia y de cada uno de los que consentimos una Justicia que tolera tales afrentas. Los asesinos de las niñas de Alcásser. Son el mal. Ellos y otros son la perversión absoluta de la que sólo el hombre es capaz.

Hitler o Stalin y sus cientos de miles de convencidos cómplices. Pol Pot y sus Jemeres Rojos. Mao y su “revolución cultural” no son distintas representaciones de ese mismo mal que, aunque tratemos de obviarlo, existir, existe.

domingo, 9 de agosto de 2015

Escribir de nada

A veces te pide el cuerpo escribir de cosas, otras de personas, eventos o acontecimientos. La política, el día a día, algún hecho extraordinario, llamativo o curioso. La vida, decimos. Las neuronas empiezan a bailar entre chispazos cuando atacas la hoja en blanco que perfila la pantalla del ordenador. Los yemas de los dedos esperan instrucciones para bailar claqué sobre el acolchado del teclado. Danzad, danzad, malditos. Fred Astaire es el objetivo que difícilmente se alcanza. Cuiquito de la Calzada mucho más fácil de representar. Los ojos buscan hacia adentro, tratando de horadar en las profundidades del cerebro. A veces encuentran oro, otras solo escuchan el eco del vacío.

Las sinapsis son las conexiones neuronales que convierten química en raciocinio o, dependiendo de los casos, en algo que se parezca, siquiera vagamente, a eso que entendemos por raciocinio. Esas son las condiciones normales. Luego está quien escribe mejor cuanto más regado tiene el coco por los efluvios del alcohol. Se podría escribir una enciclopedia solamente recogiendo los fragmentos magistrales que a lo largo de la historia de la literatura se deben al vino, el aguardiente, el whisky o la absenta. Cómo imaginar a Dostoyevsky sin vodka. De los románticos a Truman Capote, de Lope de Vega a Poe, de Rimbaud a Hemingway, quienes escribieron de todo y de nada, siempre magistralmente.

El verano en esto es distinto al resto del año. El estío es la estación propicia para escribir de nada, que no es lo mismo que no escribir nada. Sin necesidad de más ayuda, el sopor veraniego ralentiza el avance de los minutos, hace que pasen a saltos y trompicones, que vuelen o se detengan sin mayor orden ni concierto que el mero capricho. Los segundos bailan y silban como chicharras en mitad del campo. Las digestiones pesan más de lo normal. En esto el verano se parece al alcohol, como éste conduce a la elevación y como él termina en melancolía, otro de los ingredientes esenciales de la buena literatura. 

Lo que se considera ligero, con frecuencia engaña. Algunos de los mejores pasajes literarios que alguna vez he disfrutado son retazos de texto en los que no se habla de nada, o al menos eso es lo que parece. La pesada atmósfera estival de la norteamérica profunda que aplasta, página a página, en “El Villorrio” y otras obras de Faulkner, no es muy distinto, diferencias culturales y geográficas aparte, del de Ramón J. Sender,  y su campesinado español o el aire plomizo y selvático de García Márquez o Álvaro Mutis. Avanzan las palabras, los párrafos y las páginas; no necesariamente la acción, y sin embargo, ese Amazonas que es el tiempo discurre sin pausa.

De qué vas a escribir, me preguntaban ayer, minutos antes de una comida de amigos. De qué estás escribiendo, me reiteraban cuando el olor del asado iba llegando desde el horno y se descorchaba la primera botella. Ya lo veis, les dejo escrito. De nada.