domingo, 28 de abril de 2013

Sin clave. Gobierno apeado


En arquitectura, la pieza más importante para conseguir elevar un arco o una bóveda, la dovela que una vez colocada hace que toda la edificación se sostenga y no se desmorone, recibe desde antiguo el nombre de “clave”.

Me gusta buscar esa clave en cada construcción física o metafísica. En estos momentos no la encuentro por más que la busco. Algo se me escapa, algo me falta para entender qué pasa. No entiendo y nadie lo explica.

Me falta la pieza necesaria para comprender por qué el Gobierno permanece inmerso en este estado de catatónica falta de reflejos, de inacción, de indecisión. Año y medio después de tomar un poder que hacía año y medio que sabían que lo iban a obtener, la sensación que da nuestro Gobierno es poco menos que de rendición en lo económico. Y recordemos que no hace mucho, nuestro presidente decía que, frente a otros riesgos que amenazan fuertemente a España, lo único importante era la economía.

El Gobierno se rinde ante el paro y ante la marcha negativa de la economía, titulaban ayer varios periódicos nacionales tras un Consejo de Ministros del viernes con apariencia de improvisación, trampantojo para que la galería piense que hay un plan, en una era en la que la política es cada vez más –me remito a otro “Espejo” reciente con ese título-, la política de las apariencias.

Si sólo hay dos certezas, que la situación es dramática y que aún así, todos sabemos que saldremos de ella, lo que no se entiende es tan poco empeño en hacer el camino más breve, más sensato, más tolerable. No entiendo que los arquitectos gubernamentales no estén aplicando sus “claves” para construir la salida de la crisis, sino manteniéndose en la inacción solo rota por pequeños remiendos que nunca llegan a lo esencial.

Será que estamos completamente intervenidos por la tecnocracia europea y no nos lo quieren decir. O tal vez que nuestros políticos populares del área económica han olvidado principios y experiencias. O será que no son ellos, sino unos impostores que se han adueñado de su personalidad. Serán llegados de otro planeta o les han afectado extrañas fiebres. Será que nos equivocamos y no son merecedores del privilegio de gobernar España.

Claro que la cosa estaba muy mal, peor incluso de lo que parecía. Pero necesitamos un Gobierno que actúe, transforme, luche. No un Gobierno resignado a la fatalidad, acobardado ante los acontecimientos y entregado a las fracasadas recetas de la izquierda. Le pido a mi Gobierno que cumpla su mandato. Que no suba, sino baje los impuestos. Que reduzca el gasto público y favorezca el desarrollo de la economía real en vez de asfixiarla. Y exijo a mis representantes parlamentarios que expliquen por qué están haciendo lo contrario de aquello para lo que le votamos. No los escucho y no encuentro la clave. El por qué pasa lo que pasa. Y para eso están (o deberían estar).

jueves, 25 de abril de 2013

Entre pitos y flautas

Dice el ministro Montoro que es muy difícil gobernar con ruido y uno no entiende cómo es posible gobernar sin ruido, al menos en democracia. Tal vez, en esa escalada hacia lo incomprensible en la que aparece inmerso desde que Rajoy lo volvió a poner al frente del ministerio de Hacienda, sea que que al ministro empieza a aturdirle la democracia y prefiera el silencio de otros regímenes.

Del ruido de pitos y flautas se queja el ministro que más ha trastocado su presunto ideario económico al llegar al gobierno y el de su partido al llegar al poder. Tal cambio sólo sería comparable, aunque en aquel caso fuera para bien, al que se produjo tras la llegada al gobierno del PSOE de Felipe González con Miguel Boyer. En aquel momento, los socialistas cambiaron un ideario y programa de tintes radicales y nacionalizadores, por una apuesta sensata (con la salvedad del exabrupto de la expropiación de más que dudosa constitucionalidad de Rumasa) e incluso con algunos toques liberales.

En esta ocasión, Montoro con la silente complicidad del presidente del Gobierno ha trastocado lo que siempre había defendido su partido, lo que había propugnado hasta el mismo día de las elecciones. Tal vez sea, como dijo no hace mucho, para descolocar a la izquierda, pero el caso es que entre pitos y flautas, cada vez que suena su voz, precisamente de pito, es para darle una patada a lo que los liberales aún seguimos defendiendo desde las trincheras de lo políticamente incorrecto.

Por si fuera poco, también le molestan las gaitas, imagina uno que en alusión a la comunidad autónoma que junto a Madrid mejor políticamente está gestionando la crisis. Claro que también puede ser un guiño al pétreo Rajoy que ni siente ni padece, ahora que algunos ven en Feijóo la gran esperanza blanca para el futuro de España –porque como tengan que ser Patxi López o Madina, aviados vamos, casi que vuelva Zapatero-.

No se da cuenta de que pitos, flautas y gaitas no son más que el ruido de los cinco millones de parados que hemos convertido no en cuatro, sino en seis. El ruido de las subidas y más subidas de impuestos del partido que sabe que sólo bajándolos se crea riqueza, empresa y empleo. El ruido de la imprescindible reforma y simplificación administrativa que sigue sin llegar entre mareos y más mareos de la perdiz. El ruido de maletas de los que inteligentemente se marchan de España porque aquí a nada pueden aspirar.

Se pierde un tiempo precioso y, si bien es cierto que con los de enfrente la cosa aún sería peor pues hasta aquí al lado nos trajeron ellos, uno esperaba mucho más, algo más al menos de este gobierno. Y vamos para año y medio y todo puede ser que, como canta Sabina, haya tanto, tanto ruido, que al final llegó el final.

lunes, 22 de abril de 2013

El asiento de al lado

Un señor de avanzada edad con cazadora roja. Un ejecutivo, maletín en
bandolera. El joven de aspecto desaliñado... meticulosamente calculado. La
mujer con rasgos marcadamente étnicos, cara surcada por el paso de los años,
los pesares y los días. La chica atractiva de suave caminar. Se admiten las
apuestas, doble contra sencillo quién será su titular. De entre todos los
que viajan en número impar sólo uno encontrará en él su lugar.

Espacio que raya con la esfera íntima dentro de la que cada uno nos
desplazamos, respiramos, vivimos y nos movemos. El asiento de al lado es un
hueco que el azar llena cuando viajas en solitario en un transporte público.
Pasillo y ventanilla concentrados en poco más de un metro, son algo tan
casual como la vida misma en tierra o a diez mil metros de altura. Comparten
destino por unas horas mientras el tiempo y los kilómetros transcurren a
distinta velocidad que a ras del suelo.

El asiento de al lado es campo perfecto para la observación por el voyeur
que todos llevamos dentro. Jugar a ver, jugar a adivinar por dónde los
dados, lanzados por los dedos de los dioses, han llevado a quien lo ocupa.
Otear a su través las idas y las venidas, las llagas y las medallas que
habitan el alma de quien lo habitará durante unas horas. En su quietud la
paz o el cansancio, la nostalgia o la tensión, la sonrisa iluminada o la
lágrima que resbala casi invisible por la mejilla como las gotas de lluvia
por la transparente ventana.

Aplicar a un rostro fórmulas fisionómicas o estudiar con el análisis gestual
la forma de mesarse el cabello o de girarlo hasta convertirlo en moño, de
deslizar las manos por la barbilla, de tamborilear sobre el asiento de
delante o sobre la rodilla confinada en el breve espacio, es un ejercicio
inevitable, consciente o inconscientemente, mirando directamente o
escudriñando por el rabillo del ojo.

Es silencios o tertulia. Aislamiento o intersección. Comentarios
improvisados y abiertos o mecánicos y esporádicos. La libertad que da hablar
con la confianza de quienes probablemente no vuelvan a encontrarse nunca o
la indiferencia venida de esa misma razón. Contraparte de confidencias o
laguna donde perderse dos lenguas que no se entienden, llegadas de distintas
latitudes por, una vez más, azares del destino.

Despegados del suelo, perdidos sobre el océano, rumbo este o rumbo oeste,
con la luz del día o la oscuridad de la noche, cada asiento es un mundo que
contiene un universo. Que conlleva una historia y puede contar otras mil de
otros tantos asientos de al lado. O ninguna. A veces basta con imaginarlas,
vislumbrarlas ante la monótona banda sonora de las turbinas. A veces hay
suerte y toca una sonrisa y algo de que hablar. Luego llegar y caminar, cada
uno por su lado, como si nosotros hiciéramos el camino y no el camino a
nosotros.


domingo, 14 de abril de 2013

Pues claro que son violencia


Protéjanse de los nuevos términos que de vez en cuando se introducen en el vocabulario sociopolítico y de los medios de comunicación. La palabra es una de las columnas sobre las que se asienta el progreso de la humanidad, pero también una de las armas más mortíferas para la destrucción de las libertades.

Recelen cuando para algo que puede ser perfectamente definido con palabras de todos conocidas, alguien inventa o importa un nuevo término. En el mejor de los casos será un simple acto de esnobismo, en el peor un intento de esconder tras una máscara, ocultar tras un trampantojo, difuminar detrás de un velo, una realidad vergonzante.

Esto ocurre con el horrendo palabro recién traído al uso cotidiano “escrache”. Nuestro idioma tiene palabras que suenan mejor que otras. Las hay malsonantes; las hay que no encajan con naturalidad en nuestro lenguaje y las hay feas a más no poder, incluso antes de adentrarnos en lo que se las pretende hacer significar.

En esto último reside la verdadera gravedad. En estos tiempos que corren y atropellan, como para fijarse en la estética del lenguaje, pensará más de uno. Olvidan, claro está, que también la estética ha de ser un ingrediente de la ética. Si no se olvidara tanto, otro gallo nos cantaría.

Pero yendo al fondo, entiendo que quienes los promueven y militan en ellos, defiendan que un “escrache” no es un acto de violencia. Cómo van a reconocer de sí mismos que son violentos. Lo que no entiendo es que el resto, políticos, medios de comunicación y ciudadanos no participantes, les compren ese producto. Escrachar es “romper, destruir, aplastar”, (también fotografiar a una persona, pero como que no). Se mire por donde se mire, un “escrache” es, ante todo y sobre todo, un acto de violencia intolerable.

Violencia son la coacción y la amenaza, violencia es la persecución personal, violencia es merodear interfiriendo en la esfera personal, privada y familiar de cualquier ciudadano libre por más responsabilidades públicas que alguien pueda ostentar.

En democracia no hay causa alguna que justifique tal comportamiento, ninguna. Se puede estar en contra de los desahucios o de cualquier otra actuación que regule la legislación del momento; se puede estar a favor de la dación en pago, de cuyas bondades más que peligros soy un firme y convencido defensor. Se puede y se debe, en democracia, postular todo aquello en lo que se crea, con excepción de la violencia. Y ésta, no puede haber demócrata ni gobierno, por melifluo o acomplejado que pueda ser, que deba tolerarla. El “escrache” es la macarrada de la banda frente al individuo. Los cobardes de la pandilla del patio del colegio que acosan –uno a uno- a quienes no les caen en gracia.

Los escraches están también en el famoso poema sin título, que no es de Brecht sino de Martin Niemöller y conocido como “Primero vinieron”.

domingo, 7 de abril de 2013

Un océano de silencio

Dicen que en su escritura prima “lo ausente”. También que para leerla hay que intentar rodearse de silencio. Leo que “sus obras son ese género tan adecuado para los tiempos veloces que corren, y trata de las fronteras: las que separan la cordura de la locura, la belleza del horror, el cautiverio de la entrega, la crueldad de la rigidez. Esas fronteras, las más difuminadas, las menos ciertas, las de la duda. Una joya”.

“Y en el espejo sus ojos cristalinos, impregnados de fe, concisos como un epitafio”, una de las citas que encuentro de una escritora a la que aún no he leído, suiza de nacimiento, formada en alemán, que escribe en italiano y de quien algunos dicen que es “el escritor italiano más cruel”.

Leo con agrado que sus novelas son eminentemente estáticas. Que en ellas el movimiento es una anécdota. Eso me lleva a pensar si al final el famoso bosón de Higgs, esa partícula primigenia que todo lo explicaría no es más que una sinapsis, una conexión neuronal, una reacción eléctrica, un agujero negro en lo más recóndito de nuestra esponjosa masa encefálica. Un océano de silencio aislado entre tanto ruido, quieto, parado, con el estatismo puro de un espejo inmóvil y silencioso por mayor movimiento que refleje en su cara vista, por más ruido que circunde la escena.

El lector que avance por esta columna pensará probablemente algo no muy distinto de lo que yo pienso mientras la genero, metabolizo y plasmo con el pulso de mi huella sobre el teclado. Caóticos impulsos, de no serlo sobre el código qwerty que ordena las teclas de mi computadora. Artículo extraño, anómalo tal vez.

Me documentaba en Internet, plasma que todo lo liga, sobre el silencio. Especial cualidad del tiempo y el espacio. Silencio que es para el yoga la lengua del corazón, la lengua del sabio, la paz. Para Carlyle, elemento en el que se forman todas las cosas grandes. Para Jacinto Benavente aquello que más fortifica a las almas, una oración íntima en que ofrecemos a Dios nuestras tristezas. Para Miles Davis, el ruido más fuerte, quizás el más fuerte de los ruidos.

Escribir sobre el silencio. A veces uno escribe para otros, otras para uno mismo. Dicen los escritores que en momentos especiales, el éxtasis de la inspiración sólo se halla dejándose mecer por la cadencia de la música o en los aromáticos brazos del alcohol. Sin ser escritor, opté por la primera –tampoco parecía momento para un gin-tonic o dedo y medio de escocés- y busqué en mi fonoteca particular “L’Oceano di Silenzio”, del siciliano Battiato: “Me sumerjo dentro de un océano de silencio, siempre en calma”

Descubrí que parte de su letra es de la escritora a la que quiénes sí la han leído describen como refiero en el primer párrafo, Fleur Jaeggy. Y mi artículo fue otro y el mismo. Suena ahora “I’ll remember April” de Ramsey Lewis.