domingo, 25 de abril de 2021

Lenguaje excluyente

Lo llaman lenguaje inclusivo y cuídese aquel que no cumpla con las normas de la nueva gramática ideológica -por lo tanto parcial- que se convierte en intento germinal de “neolengua” al más puro estilo orwelliano. Siempre aconsejo leer “1984” de Orwell, de plena actualidad en esta nueva era. Nunca como ahora, salvo en los años de eclosión del comunismo, el nazismo y el fascismo, se ha dado tanta importancia y sesgo ideológico consciente al lenguaje. Nunca se ha tratado de imponer a todos con tanta artillería pesada y, de momento, con tanto éxito, una transformación artificial del lenguaje tan alejada de la forma en la que a lo largo de los siglos va sedimentando, desarrollándose y evolucionando el habla de pueblos y naciones.

En estos días lo ha vuelto a poner en evidencia una de las ministras elevadas del suelo de la ignorancia a la azotea de la estulticia, por mucho título universitario que atesore -“quod natura non dat, Salmantica non praestat”, recuerda el lema de nuestra Universidad. Lo que la naturaleza no da, la universidad no lo presta-. Sustituir el genérico correcto de nuestro idioma de hijos por el absurdo, reiterativo y superfluo de hijos, hijas e hijes, era algo solo de humoristas hasta que toma naturaleza ministerial. No es solo ella. Aunque nadie en el uso cotidiano reitera el mismo sustantivo en masculino y femenino, raro es el político (o política) que no cae ya en esa forma de marcarse como más digno que quienes lo (o la) escuchamos.

Abierta la batalla entre la razón y la invención, entre el lenguaje conformado por el pueblo y el laboratorio de las elites ideológicas, entre la humildad y la soberbia, la onda expansiva se extiende con rapidez a otros ámbitos. Una entidad tan importante y española por penetración de mercado como La Caixa, que acaba de absorber a Bankia, invita en su web a elegir entre CAT y CAS, como idioma, simplemente porque en su Cataluña natal se rechaza el ES de español que es aquí y en el mundo entero el nombre oficial de nuestro idioma. En el mismo sentido, en Cataluña, País Vasco y cada vez más Galicia, no se habla de España sino del “Estado”, obviando que lo uno es pueblo, nación, y lo otro simplemente superestructura (en términos marxistas, aunque los neomarxistas lo ignoren). A London lo llamamos Londres pero a Lérida, Lleida y a La Coruña, A Coruña. Y los sometidos a una (única) superestructura llamada Castilla y León, no nos llamamos castellanoleoneses como marcan las normas de nuestro idioma sino “castellanos y leoneses” porque así lo aprobaron con no menos tontería que la de la ministra de las azoteas, los políticos de las Cortes de Castilla y León. 

En todos los sitios cuecen habas y a veces a calderadas. Y si te vas de la olla te miran con desprecio, te marcan como reaccionario y te excluyen del rebaño, no sea que el sentido común vaya a mantenerse y contamine a los votantes que es el nuevo término con el que definir, que no denominar, a los ciudadanos (y ciudadanas y ciudadanes).

domingo, 11 de abril de 2021

La infame equidistancia

A nadie en su sano juicio se le ocurre ubicarse en cualquier punto del espacio casi infinito que media entre Hitler y Ana Frank. Entre el nazismo genocida y los judíos exterminados en las cámaras de gas. Mucho menos situarse en el punto equidistante entre el tirano y el inocente internado en el campo de concentración. Quien lo haga ha perdido el juicio o es un criminal por lo que su juicio no es sano. Así todos decimos “soy el judío asesinado, no el nazi asesino ni alguien situado en un punto intermedio o, mucho menos, equidistante”. 

Por la misma razón, salvo bajo la premisa de la sinrazón de una mente criminal, nadie en su sano juicio puede ubicarse en ningún punto intermedio entre los dirigentes soviéticos de turno y los ciudadanos aniquilados por el estado comunista o enviados a morir al Gulag. Que parte de la intelectualidad europea de la segunda mitad del siglo XX, fundamentalmente la francesa de Sartre, se negara a ver lo que ocurría más allá del telón de acero o aún lo justificara tras el testimonio brutalmente demoledor de Aleksander Solzhenitsyn, no debe impedir que digamos “soy la víctima en Siberia, no Stalin en Moscú”. En la China comunista de la Revolución -con oprobio llamada “cultural”-, soy uno de entre los sesenta millones de asesinados por el comunismo y no Mao. En Camboya, donde proporcionalmente se produjo el mayor genocidio que se conozca “soy uno de los asesinados por el delito de llevar gafas, por lo que se supone que las utilizo para leer, y no uno de los asesinos Jemeres rojos de Pol Pot”.

En la España de las heridas siempre abiertas, a estas alturas del siglo XXI, cada uno deberíamos tener claro que “soy Calvo Sotelo asesinado y no los escoltas de Indalecio Prieto que lo asesinaron; soy al que sacaron de su casa para darle el paseíllo y fusilaron contra la tapia del cementerio o tiraron en una cuneta y no el falangista que dio el chivatazo o apretó el gatillo; soy el joven seminarista que yace en Paracuellos y no el gobernante que dio la orden de los miles de asesinatos; soy el policía que murió por el mero hecho de ser policía y no el miembro del FRAP que lo acuchilló; soy el abogado del despacho de la calle Atocha asesinado con vesania y no el criminal fascista que disparó; soy cada una de las víctimas de ETA y no uno de los asesinos de la banda terrorista”.

Y si tuviéramos todo esto tan claro como debiéramos, esta semana no tendríamos dudas de que en democracia la calle no es de nadie en concreto más de lo que lo es del resto de los conciudadanos, si quiero acudo a un mitin y si no quiero no lo hago pero respeto, amparo y protejo a los que libremente acuden, aunque piensen distinto de como yo pienso. De que el delito de odio es más reprobable por ser odio que por ser delito. Así que esta semana, todos los que estemos en nuestro sano juicio deberíamos decir “soy un seguidor de Vox, no quien los apedrea o limpia con lejía el lugar donde antes estuvieron ellos”. No cabe la equidistancia entre acosado y acosador.