ANOTACIÓN PREVIA: Hace unos días repetí, de forma simétrica, es decir como viéndolo en un espejo, igual pero siendo completamente distinto, un viaje hecho hace un año. Fue aquel un viaje feliz a lugares felices, con hoteles felices, restaurantes felices. Con aromas, ambientes y espacios felices. Casi ninguna de las personas que han sabido de tal experiencia ha sido capaz de entenderla como yo la sentí y la viví. Como viaje interior y exterior. Y he de deciros que fue, de los muchos que he hecho viajando solo, - esta vez en soledad pero muy acompañado- el mejor viaje de mi vida. Ayer del teclado de mi ordenador surgió esta columna que seguramente se fraguara allí, en el Valle del Duero portugués y en Oporto. Tal vez un día lo cuente.
SOMOS LOS RECUERDOS
Tal vez sin saberlo nos preguntamos con frecuencia si queda algo de nosotros en cada sitio que visitamos, en cada objeto que poseemos o vemos o tocamos de una manera especial o en circunstancias especialmente emotivas. Así, de manera inconsciente, otorgamos a los objetos y a los lugares cualidades personales. Igual existen para cada uno de nosotros lugares malditos como lugares felices. A veces es un mismo lugar el que aúna en sí ambas condiciones en un improbable ejercicio de metafísica simetría.
Vivimos y pensamos gracias a una extraña nebulosa fisiológica conformada por neuronas, células gliales y conexiones electroquímicas en forma de sinapsis y compuestos neurotransmisores. De esa amalgama de elementos surge el raciocinio como suma dual de consciencia y subconsciente. Simplificando lo que esta semana respondía en una entrevista de Natalia Vaquero en nuestro periódico el Nobel de química Jean-Marie Lehn, la base de la vida es el reconocimiento molecular y este se debe una vez más, en la compleja sencillez de la naturaleza, a otro código binario: iones de sodio - iones de potasio.
Así de simple y así de complejo resulta también que nuestro raciocinio tenga tintes tan irracionales con frecuencia y que sea eso precisamente lo que nos hace humanos. No la exactitud en el funcionamiento de nuestro mecanismo biológico, sino, digámoslo así, las desviaciones de funcionamiento que hacen que nos salgamos de la pauta teórica establecida. Esa es la otra parte de nuestro cerebro, la que nos lleva a que la percepción de un rincón, un paisaje, la mesa de una cafetería o un restaurante, un hotel, una ciudad o unas coordenadas determinadas que llevan a cruzar una plaza o doblar una esquina, sean completamente diferentes para algunos que para la generalidad de quienes allí llegan o por allí pasan.
Son los recuerdos los que matizan nuestra percepción de la realidad, los que desde que nacemos -incluso antes- van dotando a nuestro raciocinio de su grado de consciencia. La herencia genética que transmitimos se compone de lo que recibimos en origen más lo que vamos añadiendo por el camino. Las vivencias. El “yo soy yo y mi circunstancia” de Ortega y Gasset. El impacto del medio en el que nos desenvolvemos. La interacción con lo que tenemos alrededor y con quienes están a nuestro alrededor -que ese es el significado de “circum-stancia”-. La huella que en nosotros deja lo vivido y la que dejamos en aquellos con quienes convivimos. Quizás no solo en las personas, también en lugares y objetos.
Qué es vivir sino recrear constantemente lo vivido. Con más acierto en la palabra lo expresó García Márquez: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Inventamos el dicho y con él la costumbre de que no has de volver al lugar donde fuiste feliz. Me ejercito y vivo en lo contrario. “Forever” (para siempre), somos los recuerdos.