domingo, 11 de enero de 2009

144 y muchos más

Quizás el silencio hubiera sido mejor que los discursos para rememorar la tragedia. Para rendir homenaje a un pueblo que feneció en un instante macabro. Un pueblo que sólo segundos antes era ajeno al inmediato fin que le deparaba el destino. Quizás 50 años son muchos para que los 144 muertos sean reconocidos. Sin duda demasiados, para que los muchos más de 144 damnificados puedan sentir en su garganta otro sabor que la amarga mezcolanza de la hiel y las lágrimas al recordar, como uno de ellos decía, cada año, cada día, aquello que truncó tantas vidas y transformó todas las demás. Dicen que las desgracias más atroces se ciernen siempre sobre los más pobres. No sé si es verdad, pero es cierto que al menos en todas aquellas que hubieran podido evitarse fácilmente, lo parece. Quizás la Banda de Zamora interpretando a Chopin, a Bach o a Haendel hubiera bastado para fundir en abrazo el espíritu de padres, hijos, hermanos, amigos y vecinos. Los presentes y los ausentes, como si el tiempo, en un regate al destino y en un universo paralelo se hubiese parado para siempre, en un instante eterno de aquella aciaga noche de un frío enero de 1959. Quizás el agua, mortaja improvisada, siga llevando al aire con su sordo rumor la voz de aquellos que nunca aparecieron. Quizás haya que escuchar en silencio y soledad para percibir su mensaje. Que no hay progreso que justifique que se siegue una vida. Que no hay riqueza que compense el que se agote un aliento. Poco importa a estas alturas que los responsables quedaran impunes. No hay peor condena que la del peso de la propia conciencia cuando va cargada de oprobio. Los embalses y pantanos anegaron pueblos, valles y vegas posibilitando el desarrollo industrial y la calidad de vida de los españoles. Todos estamos en deuda por ello, con quienes se vieron abocados a ceder sus tierras, a abandonar sus casas, a renunciar a una parte sustancial de sus vidas en aras del progreso y el beneficio común que fue mucho más para otros que para los que habitamos estas tierras del Oeste. Quizás habría que recordar el sacrificio de Ribadelago y de tantos otros pueblos pobres, cuando no míseros, ahora que la igualdad encuentra fronteras artificiales, levantadas como homenaje a la idiotez dentro de esta España nuestra. Quizás en el acto sobró la frontera de uniformes que separaba al pueblo de las autoridades y que se dibuja como cicatriz en las fotografías. La Guardia Civil que es pueblo, seguro que sabía que no existía ninguna necesidad de separar. Se equivocaron los políticos que lo ordenaron y quienes lo consintieron. Una pequeña mancha para un homenaje por lo demás acertado y más que merecido. Su mejor resumen, la crudeza, el cariño y la sencillez de la escultura de Flecha. Por 144 y muchos más.

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